Con todo, hoy, venía contento; porque el maquinista de la Hispano Suiza había faltado al tajo por enésima vez, y él lo había sustituido sobre la marcha, pasando de la pala a la cabina de aquel trencillo que tanto le había hecho soñar. Como diera la casualidad, que por sus muchos años la Hispano Suiza tenía sus caprichos, y ya había fallado los días anteriores; no fue para menos que esta mañana se encasquillara en mitad del primer viaje.
Saltos de rabia daba encargado que no veía cómo paliar la falta del chofer.
Los años de conducción de coches hispano-Suiza durante su estancia en el ejército, le sirvieron entonces a Manolo:
¬Será “el demarré” que se ha desfasado decía buscando en las tripas del armatoste.
¬ ¡Ah! ¿Pero usted sabe de mecánica?
¬ ¡Hombre! Tanto como saber... Algo sé. Algo es algo, pero no sé si daré con ese algo que se ha encasquillado.
¬ Pues si quiere usted el puesto, encuéntrelo, arregle este cacharro y consiga acarrear tanta arena que no puedan aterrizar hoy los aviones y el puesto es suyo.
Tuvo suerte ese día el Señor Manolo: No era el “Demarré” como había dicho. Pero se le ocurrió mirar dentro del baso, donde se depositan las impurezas del carburante, y como lo ve embarrado, lo desmonta, lo limpia, lo vuelve a poner en su sitio, y pidiendo al ayudante que tapara el carburador con una mano, le da al encendido y la máquina arranca al primer intento.
La preocupación del encargado se cambió en una amplia sonrisa
¬ ¡Hombre! ¿Por qué no me ha dicho antes que usted se entendía de mecánica? Las peleas que tengo yo echadas con ese gandul que viene un día sí y otro no...
¬ Jefe, se lo vengo diciendo desde que me destinaron a esta brigada. Lo que pasa es que usted ni me entendía ni me veía. Le he dicho un montón de veces, que yo, cuando estaba en el ejército...
¬ ¡Ah, ya! Usted es ese “Rojillo” Redomado sabiondo, que sirvió con Azaña.
¬ No llegué a tanto hombre.
¬ Bueno, como sea, el puesto es suyo. Pero como diga algo en contra del Régimen o de Franco, o me falte un solo día...
Así que por una vez, el señor Manolo venía sin “aquel temor al regresar a casa” como había escrito una vez en una acertada poesía. Sin temor a que Fermina le reproche algo inesperado. Sin temor a que le recuerde su perpetuo fracaso con las goteras que ponen perdida de agua la casa y que él, remolón, remolón, no llega a arreglar definitivamente nunca, ni se preocupa si por un acaso le reprocha las cucarachas que invadían la casa, la cocinilla y hasta el puchero donde alguna caía y se cocía con los garbanzos. Hasta esboza una sonrisa por debajo de sus gafas, caídas en la punta de su nariz.
¬Ahí tienes una carta. –Le dice, como previsto, Fermina – Me parece que el matasello es de Alconchel. Está achicharrada. Parece que la trajeron con el carbón de la máquina del tren.
A Manolo, que por vivir ya tantos años con Fermina, la conoce muy bien, se le antojó que estaba algo más dicharachera que de costumbre. Una simple carta, no era motivo para hacer discurso. La mira por encima de las gafas y le pregunta:
¬ ¿De quién es?
¬ De tu ma... – Se le escapa, pero como quiera que el Señor Manolo no reaccionó, prosigue:
¬ ¿Cómo quieres que sepa de quién es? ¿Acaso la he leído?
¬ Sí. Pienso que sí. Que la has abierto y la has leído. ¿De quién es?
¬ La abres, y te enteras.
No valía la pena discutir: Él había sido brigada y tenía vista para observar y descubrir las cosas. Abrió el pliego, comprobó los dobleces del papel, vio que no coincidían con las primeras, ni las trazas del adhesivo y repitió en modo afirmativo:
¬ La has abierto, Ferminita. Sin esperar respuesta empezó a leer.
Saltos de rabia daba encargado que no veía cómo paliar la falta del chofer.
Los años de conducción de coches hispano-Suiza durante su estancia en el ejército, le sirvieron entonces a Manolo:
¬Será “el demarré” que se ha desfasado decía buscando en las tripas del armatoste.
¬ ¡Ah! ¿Pero usted sabe de mecánica?
¬ ¡Hombre! Tanto como saber... Algo sé. Algo es algo, pero no sé si daré con ese algo que se ha encasquillado.
¬ Pues si quiere usted el puesto, encuéntrelo, arregle este cacharro y consiga acarrear tanta arena que no puedan aterrizar hoy los aviones y el puesto es suyo.
Tuvo suerte ese día el Señor Manolo: No era el “Demarré” como había dicho. Pero se le ocurrió mirar dentro del baso, donde se depositan las impurezas del carburante, y como lo ve embarrado, lo desmonta, lo limpia, lo vuelve a poner en su sitio, y pidiendo al ayudante que tapara el carburador con una mano, le da al encendido y la máquina arranca al primer intento.
La preocupación del encargado se cambió en una amplia sonrisa
¬ ¡Hombre! ¿Por qué no me ha dicho antes que usted se entendía de mecánica? Las peleas que tengo yo echadas con ese gandul que viene un día sí y otro no...
¬ Jefe, se lo vengo diciendo desde que me destinaron a esta brigada. Lo que pasa es que usted ni me entendía ni me veía. Le he dicho un montón de veces, que yo, cuando estaba en el ejército...
¬ ¡Ah, ya! Usted es ese “Rojillo” Redomado sabiondo, que sirvió con Azaña.
¬ No llegué a tanto hombre.
¬ Bueno, como sea, el puesto es suyo. Pero como diga algo en contra del Régimen o de Franco, o me falte un solo día...
Así que por una vez, el señor Manolo venía sin “aquel temor al regresar a casa” como había escrito una vez en una acertada poesía. Sin temor a que Fermina le reproche algo inesperado. Sin temor a que le recuerde su perpetuo fracaso con las goteras que ponen perdida de agua la casa y que él, remolón, remolón, no llega a arreglar definitivamente nunca, ni se preocupa si por un acaso le reprocha las cucarachas que invadían la casa, la cocinilla y hasta el puchero donde alguna caía y se cocía con los garbanzos. Hasta esboza una sonrisa por debajo de sus gafas, caídas en la punta de su nariz.
¬Ahí tienes una carta. –Le dice, como previsto, Fermina – Me parece que el matasello es de Alconchel. Está achicharrada. Parece que la trajeron con el carbón de la máquina del tren.
A Manolo, que por vivir ya tantos años con Fermina, la conoce muy bien, se le antojó que estaba algo más dicharachera que de costumbre. Una simple carta, no era motivo para hacer discurso. La mira por encima de las gafas y le pregunta:
¬ ¿De quién es?
¬ De tu ma... – Se le escapa, pero como quiera que el Señor Manolo no reaccionó, prosigue:
¬ ¿Cómo quieres que sepa de quién es? ¿Acaso la he leído?
¬ Sí. Pienso que sí. Que la has abierto y la has leído. ¿De quién es?
¬ La abres, y te enteras.
No valía la pena discutir: Él había sido brigada y tenía vista para observar y descubrir las cosas. Abrió el pliego, comprobó los dobleces del papel, vio que no coincidían con las primeras, ni las trazas del adhesivo y repitió en modo afirmativo:
¬ La has abierto, Ferminita. Sin esperar respuesta empezó a leer.