Hayedo de Montejo: una visita a la magia del otoño
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ALFREDO MERINO
La Sierra de Guadarrama se presta acogedora durante el otoño para los amantes de la montaña.
Este bosque que durante siglos ha sobrevivido de milagro a talas, incendios y ordenaciones de los montes que le acogen, se ha convertido en uno de los lugares naturales más aclamados de nuestra geografía. Residuo de las extensas masas forestales que colonizaron la Península Ibérica cuando finalizó la última era glaciar, es el producto de la conjunción del capricho de la naturaleza y el olvido del hombre.
El más pequeño entre los hayedos peninsulares pasa por ser el más meridional de todos ellos. En realidad, no lo es. Hay en España otras hayas más sureñas, incluso en la Sierra de Guadarrama. Poco importa esto cuando uno penetra bajo su umbrío dosel y percibe los ocres, amarillos y dorados que han surgido de la magia otoñal.
Esta época del año es la más recomendable para darse un paseo por esta maravilla botánica de apenas 250 hectáreas de extensión. Pero también la más difícil.
GUíA EN EL EDéN. La fama de la foresta hace que las peticiones para visitarla superen de largo el número de permisos que se dan cada jornada. El hayedo de Montejo es un espacio protegido y su elevada fragilidad obliga a restringir al máximo el trasiego de turistas.
Los previsores que hicieron la reserva con tiempo suficiente penetran en grupos reducidos, con la misma devoción con la que se entra a una iglesia. Un monitor les guía por los tranquilos senderos de este santuario de la naturaleza. Así echan a andar por un camino que se abre en mitad de una bóveda vegetal formada, en su primera parte, por enormes robles. También se descubren abedules, acebos y serbales.
Marcha la senda pegada a un Jarama casi recién nacido. Dicen que no hace mucho tiempo en sus remansos se bañaba la nutria y se sospecha que todavía este curso de agua es el refugio del desmán de los pirineos, el más extraño de los mamíferos madrileños.
No hay que andar mucho más, apenas unos 500 metros para descubrir a las reinas del monte del Chaparral. Rodeando un hermoso claro del bosque, lucen sus troncos y ramas enguantados de musgo y las cabelleras encendidas de hojas pardas y amarillas se agitan al viento.
Estas hayas son tan notables que hasta tienen nombres propios: la Primera, la del Trono, la del Ancla y la de la Roca. La última es la más venerable de toda estas ancianas. Tiene más de 250 años, pero se aferra a la vida con la misma fuerza con la que sus raíces se hincan en las pizarras del suelo.
Asciende, después, el camino por la ladera y cruza la parte más cerrada del bosque. Esto es lo más íntimo del hayedo y tal vez por ello, los herrerillos, los carboneros y los arrendajos protestan con sus trinos entrecortados.
Antes de volver la senda, se recomienda transitar por la parte alta del Chaparral entre bosquetes de acebos. Sus brillos metálicos iluminan la alfombra de hojas que cubre el suelo, tan mullida que casi da reparo pisotearla.
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ALFREDO MERINO
La Sierra de Guadarrama se presta acogedora durante el otoño para los amantes de la montaña.
Este bosque que durante siglos ha sobrevivido de milagro a talas, incendios y ordenaciones de los montes que le acogen, se ha convertido en uno de los lugares naturales más aclamados de nuestra geografía. Residuo de las extensas masas forestales que colonizaron la Península Ibérica cuando finalizó la última era glaciar, es el producto de la conjunción del capricho de la naturaleza y el olvido del hombre.
El más pequeño entre los hayedos peninsulares pasa por ser el más meridional de todos ellos. En realidad, no lo es. Hay en España otras hayas más sureñas, incluso en la Sierra de Guadarrama. Poco importa esto cuando uno penetra bajo su umbrío dosel y percibe los ocres, amarillos y dorados que han surgido de la magia otoñal.
Esta época del año es la más recomendable para darse un paseo por esta maravilla botánica de apenas 250 hectáreas de extensión. Pero también la más difícil.
GUíA EN EL EDéN. La fama de la foresta hace que las peticiones para visitarla superen de largo el número de permisos que se dan cada jornada. El hayedo de Montejo es un espacio protegido y su elevada fragilidad obliga a restringir al máximo el trasiego de turistas.
Los previsores que hicieron la reserva con tiempo suficiente penetran en grupos reducidos, con la misma devoción con la que se entra a una iglesia. Un monitor les guía por los tranquilos senderos de este santuario de la naturaleza. Así echan a andar por un camino que se abre en mitad de una bóveda vegetal formada, en su primera parte, por enormes robles. También se descubren abedules, acebos y serbales.
Marcha la senda pegada a un Jarama casi recién nacido. Dicen que no hace mucho tiempo en sus remansos se bañaba la nutria y se sospecha que todavía este curso de agua es el refugio del desmán de los pirineos, el más extraño de los mamíferos madrileños.
No hay que andar mucho más, apenas unos 500 metros para descubrir a las reinas del monte del Chaparral. Rodeando un hermoso claro del bosque, lucen sus troncos y ramas enguantados de musgo y las cabelleras encendidas de hojas pardas y amarillas se agitan al viento.
Estas hayas son tan notables que hasta tienen nombres propios: la Primera, la del Trono, la del Ancla y la de la Roca. La última es la más venerable de toda estas ancianas. Tiene más de 250 años, pero se aferra a la vida con la misma fuerza con la que sus raíces se hincan en las pizarras del suelo.
Asciende, después, el camino por la ladera y cruza la parte más cerrada del bosque. Esto es lo más íntimo del hayedo y tal vez por ello, los herrerillos, los carboneros y los arrendajos protestan con sus trinos entrecortados.
Antes de volver la senda, se recomienda transitar por la parte alta del Chaparral entre bosquetes de acebos. Sus brillos metálicos iluminan la alfombra de hojas que cubre el suelo, tan mullida que casi da reparo pisotearla.