El impersonal
edificio que hoy ocupa el lugar donde antes se alzaba el
Palacio, en el mismo
centro histórico de la ciudad, desentona por completo: en primer lugar por su estética vulgar y grosera, que no contempla para nada el entorno urbano; y después, por el desproporcionado tamaño (¡diez plantas, contando bajo, entresuelo y ático!) entre
calles angostas del mismo centro de la ciudad, lo que nos da una idea del caos con el que la corporación local del momento administraba los permisos para la construcción de nuevas edificaciones. Otro despropósito más que se suma a los centenares de barbaridades urbanísticas acometidas aquellos años, terminando así por desmontar una ciudad, que si bien nunca fue tan
monumental como otras que nos puedan venir a la cabeza, sí que tenía su propia personalidad; una ciudad, hoy, completamente arruinada.