El callejón de la Soledad es el último vestigio que queda del antiguo
barrio de pescadores, que en torno a la
catedral antigua, surgió en forma de estrechas y suntuosas callejuelas. En el siglo XVIII, como cuenta Monerri en sus crónicas "Cartageneros en el Callejero", pusieron los vecinos un
altar con la
Virgen de la Soledad, y la
Santa Cruz con todos los atributos de la Pasión del Señor, y en él se estuvo diciendo misa los domingos hasta 1820.
La soledad era compartida en el pequeño callejón del antiguo barrio de pescadores, construido siglo a siglo sobre el
Teatro Romano. Allí, en escondidas
calles a pocos metros de la Cuesta de la Baronesa, entre velas,
flores, y fe, una
joven de mirada perdida se acerca al cuadro de la Virgen. ¿Pero acaso puede compartirse la soledad?. Partió su amado a la guerra en el norte de África en 1921, y esperando su regreso rezaba ante aquel antiguo cuadro de la Virgen de la Soledad, el que protegía desde el s. XVI a los que oraban ante él. Todos los días volvía, todos los días pedía en su rezo… «que cumpla su promesa de volver, y el día que ante ti, Virgen de la Soledad, dijo encontrarse conmigo, estemos los dos aquí juntos…», sus manos se entrelazaban, y de sus labios nacía la plegaria.
Las noticias no llegaban y el día del encuentro, en el desconcierto de ver perdida su esperanza, dirigió su
camino al callejón de la Soledad, a esperarlo, a esperar su ausencia. Un rostro pálido sonreía…era él, surgió como de la nada a la hora fijada, con una mano en el pecho y la promesa cumplida, pero estaba tan pálido…su mano ardía…
Al volver a
casa ella encontró una carta. Su novio había muerto en la batalla, una bala le atravesó el corazón.
Los días no pasaban, no al menos para ella, desde que su alma paró con una carta entre las manos.