TIEMPO DE VENDIMIA
A media mañana se rompía la tramquilidad de la calle, los primeros carros, con los comportones llenos de uva, machacaban literalmente con sus metálicas llantas el bacheteado empedrado de la carretera.
El irregular desfile de carruajes con su traqueteado rodar, bien aderezado con el rítmico golpeteo de las herraduras y las recias voces de los arrieros, traspasaban los ventanales de la escuela animando el riguroso silencio que envolvía mi ejercicio de caligrafía. Era el primer viaje del día de descarga en el lago.
Un olor dulzón, un aroma a uva remostada, se instalaba por todo el pueblo, acompañado de un incesante revoloteo de avispas. El rítmico salto de las chavetas, con diferente tono en cada trujal, expandía una agradable sinfonía, provocada por sudorosos empujones para extraer la última lágrima de mosto en las prensas.
Uno delos divertimentos preferidos al salir de clase era saltar en marcha a los carros cargados para sustraer una uva y pegarle unos voraces mordiscos, unas veces con el beneplácito del dueño, otras a su pesar y su cabreo.
Otro era ir de lago en lago para valorar la cantidad de uva que había en cada uno y reforzar, en nuestras conversaciones, la convicción del peligro del TUFO, nuestro coco en tiempo de vendimia.
La frenética actividad y la llegada de los vendimiadores transformaban el pueblo: Cada casa tenía su grupo de trabajadores, para nosotros gente extraña, personajes rudos de la sierra que calzaban albarcas de goma de rueda y olían a encina y helecho; individuos más duros que los tueros de roble que tenían, en su estancia, como lecho el heno de los pajares. Todos los atardeceres se formaban filas de estos sufridos jornaleros para lavarse en los caños de la fuente, otra en paralelo se formaba en el bebedero para dar agua a los animales de acarreo.
Un olor agridulce y tufo de la fermentación se extendía por los barrios de bodegas, estas con las puertas abiertas para que corriese el aire, pero con una escoba de berozo cruzada en la entrada anunciando peligro de tufarrera.
Entonces, calladas las llantas de los carros, los comportones lavados se secaban boca a bajo al sol. La agitación terminaba y un remanso de tranquilidad se aposentaba en el pueblo; todas las caras eran de nuevo conocidas y el sol lucía con más gracia y brillo. Las bodegas estaban llenas, las conciencias tranquilas.
La lluvia de la vendimia había ablandado la tierra, el terreno estaba preparado para el juego de los HINQUES.
Nacho.
A media mañana se rompía la tramquilidad de la calle, los primeros carros, con los comportones llenos de uva, machacaban literalmente con sus metálicas llantas el bacheteado empedrado de la carretera.
El irregular desfile de carruajes con su traqueteado rodar, bien aderezado con el rítmico golpeteo de las herraduras y las recias voces de los arrieros, traspasaban los ventanales de la escuela animando el riguroso silencio que envolvía mi ejercicio de caligrafía. Era el primer viaje del día de descarga en el lago.
Un olor dulzón, un aroma a uva remostada, se instalaba por todo el pueblo, acompañado de un incesante revoloteo de avispas. El rítmico salto de las chavetas, con diferente tono en cada trujal, expandía una agradable sinfonía, provocada por sudorosos empujones para extraer la última lágrima de mosto en las prensas.
Uno delos divertimentos preferidos al salir de clase era saltar en marcha a los carros cargados para sustraer una uva y pegarle unos voraces mordiscos, unas veces con el beneplácito del dueño, otras a su pesar y su cabreo.
Otro era ir de lago en lago para valorar la cantidad de uva que había en cada uno y reforzar, en nuestras conversaciones, la convicción del peligro del TUFO, nuestro coco en tiempo de vendimia.
La frenética actividad y la llegada de los vendimiadores transformaban el pueblo: Cada casa tenía su grupo de trabajadores, para nosotros gente extraña, personajes rudos de la sierra que calzaban albarcas de goma de rueda y olían a encina y helecho; individuos más duros que los tueros de roble que tenían, en su estancia, como lecho el heno de los pajares. Todos los atardeceres se formaban filas de estos sufridos jornaleros para lavarse en los caños de la fuente, otra en paralelo se formaba en el bebedero para dar agua a los animales de acarreo.
Un olor agridulce y tufo de la fermentación se extendía por los barrios de bodegas, estas con las puertas abiertas para que corriese el aire, pero con una escoba de berozo cruzada en la entrada anunciando peligro de tufarrera.
Entonces, calladas las llantas de los carros, los comportones lavados se secaban boca a bajo al sol. La agitación terminaba y un remanso de tranquilidad se aposentaba en el pueblo; todas las caras eran de nuevo conocidas y el sol lucía con más gracia y brillo. Las bodegas estaban llenas, las conciencias tranquilas.
La lluvia de la vendimia había ablandado la tierra, el terreno estaba preparado para el juego de los HINQUES.
Nacho.