Siglo XVIII: nacimiento de la porcelana
La llegada del siglo XVIII supondrá un gran cambio en la concepción de las piezas cerámicas. A partir de este momento quedan claramente diferenciados los objetos destinados a usos corrientes de aquellos que van a decorar los grandes palacios neoclásicos. Ya no es posible utilizar un material basto para ornamentar estancias lujosas, sino que se hace imprescindible la búsqueda de unas pastas cuya calidad y decoración sean dignas de reposar sobre las consolas Luis XVI.
La llegada del siglo XVIII supondrá un gran cambio en la concepción de las piezas cerámicas. A partir de este momento quedan claramente diferenciados los objetos destinados a usos corrientes de aquellos que van a decorar los grandes palacios neoclásicos. Ya no es posible utilizar un material basto para ornamentar estancias lujosas, sino que se hace imprescindible la búsqueda de unas pastas cuya calidad y decoración sean dignas de reposar sobre las consolas Luis XVI.
Nace, pues, la porcelana, tras el intento que enfebreció a todas las fábricas europeas por encontrar la mezcla que produjera objetos realizados a la manera china. Meissen, Sévres, Wedgwood, Viena, Capodimonte y, en el caso español, Buen Retiro, serán las manufacturas surgidas bajo el patrocinio de reyes o nobles, que se dedicarán a buscar el secreto de la pasta dura y a ponerlo en práctica sobre esculturas, vajillas y todo tipo de jarrones destinados a un uso meramente suntuario.
Acababa de aparecer la porcelana como un «arte decorativa». Ahora bien, este cambio de concepción de las piezas no tiene por qué conllevar un matiz despectivo, sino simplemente el de indicar que los objetos artísticos responden a una coyuntura histórica determinada —en este caso el nacimiento de la Ilustración— y nunca deben separarse del contexto cultural y vital en el que aparecieron. Las «artes decorativas» son la expresión de un sentir y de una forma de vida específica, que se refieren siempre a un momento preciso de la Historia.