proyecto Els Borja a
Gandia (Los Borja en Gandia) es una de aquellas empresas que, en manos de Boix, ha ido creciendo con el paso de los años, y no solamente por lo que se refiere al concepto, sino incluso en lo que atañe a las dimensiones. De hecho, la aventura de los Borja de Boix comenzaba en 1992 con la
exposición que a finales de aquel año se llevaba a cabo en la Sala de
Exposiciones del
Hospital de Sant Marc, donde se presentaban por primera vez en público cinco realizaciones en bronce, de dimensiones reducidas —unas por otras, alrededor de unos 25 cm. de altura— de los cinco personajes de la
familia Borja que más trascendencia han tenido a lo largo de la
historia.
El año 1992 se conmemoraba el quinto centenario del inicio del pontificado del papa Alejandro VI, el segundo pontífice de aquella estirpe valenciana que consiguió, desde el más alto escalón de la
Iglesia, darse a conocer en todo el mundo. Los Borja se convertían así en valencianos “universales” —si se me permite abusar, una vez más, de este calificativo tan útil por una parte y tan desproporcionado por otra, pero tan apreciado por todas las comunidades
humanas. Los Borja se convertían, al fin y al cabo, y si bien se mira, en unos más, entre los grandes señores de la
Italia del Renacimiento, y practicarían —he estado a punto de escribir “caerían en”— los vicios y las virtudes propias de su tiempo. Dejarían, eso sí, una leyenda negra detrás de ellos, que es tanto como decir que, en efecto, en su estancia en el mundo no pasaron desapercibidos. Alfonso de Borja, servidor del rey Magnánimo en Nápoles y quien acabó en realidad con el Cisma de Occidente con el papa de Peñíscola, se convirtió, con el paso del tiempo, en el papa Calixto III; su sobrino Rodrigo —papa Alejandro VI—, los dos hijos de éste, César y Lucrecia, y un nieto de aquel, duque de Gandia y después
santo, Francisco de Borja, muestran quizá como ninguna otra familia europea, las líneas del poder, del pensamiento y de la religión en la Europa convulsa del siglo XVI. No hace falta decir que unos valencianos —adoptivos algunos de ellos— como aquellos, para nuestras tierras se convertían, en nuestra postmodernidad autonómica, en una especie de lujo: en especial, porque las maldades que cometieron —que, sin duda, cometieron algunas—, no nos afectaron de lleno, y son, simplemente, historia.
Pero la reflexión anterior no era gratuita. He tratado de recordar, con una pincelada, la trascendencia de unos Borja que, mientras que por todo el mundo son símbolos de nepotismo, crueldad y lujuria —exceptuando el caso de
san Francisco—, en tierras valencianas son signo de poder y de gloria pretéritas. Pero, la imagen de los Borja —la imagen que de ellos ha dejado la historia— es evidente que está distorsionada. El ataque de la historiografía italiana —que ha cargado sobre los Borja, italianos no italianos, todas las culpas de un Renacimiento sangriento en aquella península—, y la operación de transformación en leyenda negra “romántica” de los franceses y en especial de los ingleses —tan afectos a estas mitificaciones—, acabó de remachar el clavo. Reivindicaciones como las del benemérito Olmos Canalda, poco tenían que hacer. Trabajos como los del padre Batllori, aún están en marcha y pasarán décadas hasta que lleguen a dar su
fruto. Por eso, la misión de Boix, enfrentándose a unos personajes como los Borja, no era fácil. Y por eso, había que señalarlo. No se trataba de “conversar” a
puerta cerrada con unos personajes históricos, sino, en definitiva, de tratar de fijar su imagen externa, a través de la
escultura, que iba a ser el género escogido por Boix.
Els Borja a Gandia, en su primera versión (1992), se nos mostraban como una colección de
esculturas de gran calidad formal, en bronce y con pátinas verdes que aportaban el carácter del paso del tiempo que tanto gusta a Boix. Pero eso no era todo. Había, por así decirlo, la versión “oficial” —las cinco esculturas de cuerpo entero, la del papa Calixto sentado y los demás de pie—, y había una versión —desde mi punto de vista, interesantísima—, donde Boix rebasaba la mera representación más o menos idealizada, a la manera del Renacimiento, de los personajes en cuestión. Se trataba, esta variación, de cinco “cajitas” de madera de diversas medidas donde Boix, aprovechando materiales recuperados de la misma fundición de los Borja “oficiales”, creaba lo que, para seguir una terminología ya empleada en el catálogo que sobre el tema se publicó en 1998, podríamos calificar de alegorías. El calificativo se ajusta perfectamente a lo que define, en el caso de los objetos boixianos, y hacen aparecer en la escena un mundo más fantástico, más alusivo, que los simples retratos de los personajes, de acuerdo con la iconografía que sobre ellos nos ha llegado