fui muy feliz en mi infancia en el pueblo, aun siendo de familia mas que pobre mis recuerdos son todos muy bonitos, en calle la carrasca con mi abuela teresa, mi hermana y mi primo manolo, como corriamos por esa calle, ibamos a investigar por los huertos y de paso haciamos de las nuestras, esas noches en las que sacaban las sillas a la puerta y hacian la charraeta con las vecinas, los bocadillos que nos hacian para cenar para que siguieramos jugando en la calle, dios mio que melancolia me esta entrando, y cuanto me acuerdo de mi abuela la que nos crio a los tres, la pobre nos venia a buscar cuando anochecia y todavia seguiamos jugando. no cambio mi infancia, es la que hubiera querido tener.
Los que ya peinamos canas podemos decir con razón de causa, que la Oliva de nuestra infancia fue, algo muy parecido al paraíso.
Para los más jóvenes posiblemente también, pero a bien seguro de otro modo. En éstos últimos años, cada vez que he pasado por ahí, la veo más cambiante. Altos edificios, muchísimos coches y por consiguiente, ruido.
Me permitiréis que me quede con aquella, la de mi infancia. Con los parientes y amigos que desgraciadamente ya no están. Con aquellas casas grandes, frescas en verano, en donde cada atardecer se celebraban tertulias de vecinos, en plena calle, sentados en sillas y hamacas, con los críos jugando arriba y abajo, sin peligro de ser atropellados por algún conductor distraído.
Los paseos por el paseo de la estación, de la mano de los padres, dispuestos a refrescarnos con una deliciosa horchata. ¿Y que decir cuando nos íbamos a la playa?. Sin apenas apartamentos y con todo el arenal para nosotros, deslizándonos por las pendientes de las dunas que había entonces, con una caña entre las piernas a modo de veloz caballo, emulando a los cowboys del oeste. Después, a echar una siesta en la barraca de los tíos. ¿Y que decir, también, cuando llegaba la primavera y todo se inundaba del perfume de la flor de azahar?.
No puedo evitar el recordar aquellos atardeceres en la cima del Calvari, contemplando la panorámica de blancas casas y verdes huertos de naranjos.
Simplemente, maravilloso.
Luis de Barcelona.
Para los más jóvenes posiblemente también, pero a bien seguro de otro modo. En éstos últimos años, cada vez que he pasado por ahí, la veo más cambiante. Altos edificios, muchísimos coches y por consiguiente, ruido.
Me permitiréis que me quede con aquella, la de mi infancia. Con los parientes y amigos que desgraciadamente ya no están. Con aquellas casas grandes, frescas en verano, en donde cada atardecer se celebraban tertulias de vecinos, en plena calle, sentados en sillas y hamacas, con los críos jugando arriba y abajo, sin peligro de ser atropellados por algún conductor distraído.
Los paseos por el paseo de la estación, de la mano de los padres, dispuestos a refrescarnos con una deliciosa horchata. ¿Y que decir cuando nos íbamos a la playa?. Sin apenas apartamentos y con todo el arenal para nosotros, deslizándonos por las pendientes de las dunas que había entonces, con una caña entre las piernas a modo de veloz caballo, emulando a los cowboys del oeste. Después, a echar una siesta en la barraca de los tíos. ¿Y que decir, también, cuando llegaba la primavera y todo se inundaba del perfume de la flor de azahar?.
No puedo evitar el recordar aquellos atardeceres en la cima del Calvari, contemplando la panorámica de blancas casas y verdes huertos de naranjos.
Simplemente, maravilloso.
Luis de Barcelona.