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ALMENDRAL: Pero qué repelús. Entré en el antro con la única intención...

Pero qué repelús. Entré en el antro con la única intención de acabar de emborracharme y, para mi sorpresa, una especie de tonelete con enaguas negras desde los pies a la cabeza, con la cara empolvada de blanco toda pintarrajeada con rayajos simulando cicatrices purulentas y con un gorro cónico como los que les ponían a las tildadas de brujas por La Santa; cuando las llevaban a la candela que había ya preparada en la Plaza Chica para chamuscarlas y librar así a la gente sencilla de unos pecados tan malos como echar un polvo extra de vez en cuando, me agarró de mi mano chova y me llevó a a una especie de cámara oscura donde, tras pronunciar una extraña letanía, se apareció una cosa que no era ni macho ni hembra, pero tenía cuernos y falo y el pelo muy ralo pero teñido de azul claro como envejecido, quien, tras besuquear un rato largo a mi aprehensora, nos dejó paso franco hasta una especie de sala muy amplia y totalmente a oscuras en cuyo centro nos dejó. Enseguida, mis ojos se acostumbraron a aquel mundo fosco y, cuál sería mi sorpresa al ver, que la antedicha sala, tenía a su alrededor como unos poyos donde había un indeterminado número de figuras ataviadas con una indumentaria igual que aquella con la que cubría sus carnes orondas la arpía que me mantenía firmemente agarrado por lo que ya era, no una mano, sino un cacho de carne que emanaba frías exudaciones a raudales. Sus rostros empolvados parecían tallados a cincel y desprendían una inusitada dureza que hizo que aún me asustara más pero, cuando ya casi era incapaz de mantener la entereza; se oyó como una voz de ultratumba que dijo en tono imperativo: me lo identifiques. Y entonces, mi guardiana, echó mano a mi cartera ante mi acojonada pasividad y, sacando la papela de mi cartera, se la entregó a lo que entonces pude ver sentado en algo así como un fosforescente escaño situado en una tarima un poco elevada por encima del suelo y que me pareció, como un gran macho cabrío, pero un poco raro, medio hombre, medio cabra, dotado de una gran cornamenta con muchos ramales, una cara con rasgos afeminados donde se abrían paso dos agujeros que desprendían una luz negra capaz de ver en mi tembloroso interior, cuerpo humanoide con tetas, carente de vello, unas patas a medias entre humanas y de vaca acabadas en lo que parecían píes, embutidos en unos zapatos al parecer, echos con piel de lagartija. Este, o cosa o lo que fuera, miró superficialmente mi cédula identificatoria por el anverso, dándole enseguida la vuelta para ver el anverso y, ante mis asombrados ojos exclamó ¡coño, del Lalmendral!, y dando un salto desde su asiento, se acercó donde yo estaba mocita, y se postró genuflexo mostrando una actitud reverente.
Desconcertado y sin salir todavía de mi asombro, le rogué que se levantara, cosa que hizo como con desgana y cuando lo hizo, me acercó has ta su sillón y con miles de ruegos hizo que me sentara en el. A lo que accedí al fin de mala gana. El Gran Cabrón, pues el era, no consintió de ninguna de las maneras que me levantara mientras él, desde la tarima dirigió una ceremonia que a mi me pareció un aquelarre, a cuyo término, me hizo degustar unos exquisitos manjares que unos efebos de sexo indefinido acercaron hasta donde estábamos y, al despedirme, me dijo que de ninguna de las maneras iba a consentir el, que uno del Lalmendral aunque sólo fuera simple duedecillo, no ocupara su sitio ni en esas sencillas reuniones ni en las de más alto copete pues, harto sabido es en el mundo de los diablejos, que no hay nadie con más categoría en los submundos infernales.
Salud.