Dicen: que todos que todos pertenecemos al país de nuestra infancia. Si es verdad, este almendral sin muchas almendras dulces debe ser mi país.
Es verdad, que durante años hice esfuerzos para olvidarme de sus campos, de sus flores en primavera, del olor a tierra mojada cuando llovía, de los cardos borriqueros y de lo negra que se me ponía la boca cuando comía aquellas alcachofas que brotaban enhiestas y tiernas aunque con muchos pinchos al borde los caminos.
Del gris oscuro del encinar, del rojo ocre de las tierras labradas, del inconfundible perfume de las higueras, con sus brevas o higos de los de porra burro, gordos, en sazón lustrosos por fuera y rojizos por dentro, destilando por el culo una gota como una perla de miel, de las aceitunas colgando arracimadas en los olivos, de las bellotas gordezuelas con la cáscara castaña o negra, y los sonidos, esos sonidos como el canto de las chicharras, el zumbido de las moscas y moscardas, de las avispas.
Del frío en aquellas amanecidas en que los campos estaban cubiertos por el manto blanquecino de la escarcha.
De tantas cosas.....
Me ha entrado la morriña, moza recia, cuando he leído al asturiano Manuel (el de Viegu), como dice él, y he ido en una volada a su pueblo, en lo alto de las verdes montañas cántabras y me he recreado un rato mirando sus fotos, instantáneas inmóviles, prisioneras ahora de esta otra realidad que son los paisajes y sensaciones que almacenamos en el cajón de nuestros recuerdos y que, a veces, reviven de golpe, sin saber muy bien el porqué. Como resucitan los retazo de frases o conversaciones que ahora nos resultan inconexas y a las que con mucho trabajo conseguimos poner un rostro.
Pero así es la vida, un continúo suceder de circunstancias personales, de imágenes que la mayoría de las veces, ni siquiera retenemos en la memoria. Menos aquellas primeras impresiones.
¿Y a quién le importa? Puede que a nadie, pero no está demás escribirlo porque, al fin y al cabo, no tenía otra cosa mejor que hacer.
Salud.
Es verdad, que durante años hice esfuerzos para olvidarme de sus campos, de sus flores en primavera, del olor a tierra mojada cuando llovía, de los cardos borriqueros y de lo negra que se me ponía la boca cuando comía aquellas alcachofas que brotaban enhiestas y tiernas aunque con muchos pinchos al borde los caminos.
Del gris oscuro del encinar, del rojo ocre de las tierras labradas, del inconfundible perfume de las higueras, con sus brevas o higos de los de porra burro, gordos, en sazón lustrosos por fuera y rojizos por dentro, destilando por el culo una gota como una perla de miel, de las aceitunas colgando arracimadas en los olivos, de las bellotas gordezuelas con la cáscara castaña o negra, y los sonidos, esos sonidos como el canto de las chicharras, el zumbido de las moscas y moscardas, de las avispas.
Del frío en aquellas amanecidas en que los campos estaban cubiertos por el manto blanquecino de la escarcha.
De tantas cosas.....
Me ha entrado la morriña, moza recia, cuando he leído al asturiano Manuel (el de Viegu), como dice él, y he ido en una volada a su pueblo, en lo alto de las verdes montañas cántabras y me he recreado un rato mirando sus fotos, instantáneas inmóviles, prisioneras ahora de esta otra realidad que son los paisajes y sensaciones que almacenamos en el cajón de nuestros recuerdos y que, a veces, reviven de golpe, sin saber muy bien el porqué. Como resucitan los retazo de frases o conversaciones que ahora nos resultan inconexas y a las que con mucho trabajo conseguimos poner un rostro.
Pero así es la vida, un continúo suceder de circunstancias personales, de imágenes que la mayoría de las veces, ni siquiera retenemos en la memoria. Menos aquellas primeras impresiones.
¿Y a quién le importa? Puede que a nadie, pero no está demás escribirlo porque, al fin y al cabo, no tenía otra cosa mejor que hacer.
Salud.