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ALMENDRAL: Me aplasta el silencio oscuro. Me aplasta sobre todo,...

Me aplasta el silencio oscuro. Me aplasta sobre todo, el sonido sordo que emiten las ovejas eléctricas cuando se ponen modorras, y el de los comunistas disfrazados de verde que ahora son aliados de quienes fueron sus verdugos y además están genuflexos ante al gran capital, (y ante el pequeño también). Me aplastan las densas tinieblas que se ciernen sobre mi cabeza en este negro cuchitril en el que se ha convertido mi aposento de siglos, y su humedad, y el verdín de sus paredes. Por eso trepo a gatas por la escalera de caracol hecha por diestros picapedreros y me encaramo en lo más alto de la edificación aún con los ojos cerrados. Ya arriba, contengo un buen rato la respiración y, cuando entreabro los párpados, me percato que estoy en lo más alto del palo mayor de un enorme transatlántico varado y hundido hasta más arriba de su línea de flotación, al inicio de un cabezo en mitad de una llanada, donde confluyen dos regatos secos.

Siendo humo, me veo de rígido plástico de fácil combustión y capaz de arder y volatilizarse en mitad de la nada, por eso, temblequeando de miedo, me aferro con todas las fuerzas de mi estúpida desesperación al primer objeto sólido con el que contactan las gélidas yemas de los dedos como garras en que terminan mis huesudas manos y, ¿qué pasa? Pues nada, que estoy de ellos suspendido en la grácil curva externa de la campana mayor, esa que hace oír su broncínea voz pausada cuando, el monaguillo o el sacristán hacen girar tirando desde ras del suelo de una soga hecha de cáñamo para que, al difundirse en el espacio la onda sonora que produce el choque en su interior el golpe que le da el badajo, los vivos mortales perciban desde la lejanía en que se hallen unos tañidos; dang, dang, dang, dang, monótonos, repetitivos, graves, tan penetrantes, que reproducen un eco fúnebre hasta en las más recónditas oquedades que se forman en sus cuerpos sanguíneos hechos de calcio y agua.

Dang, dang, dang, dang. continúa diciendo la voz de bronce, y yo a su garganta agarrado igual que una garrapata. Dang, dang, dong dang dong. Ya casi mareado percibo que al soniquete se le a unido una nueva voz, más gorda esta, que proviene de la casa del cancerbero guardián celoso de las claves de los cielos infinitos siempre en expansión.

Al fin consigo desasirme y vacilante, clavos ambos píes entre dos tejas morunas con cuidado de no resbalarme y evitar romper mi crisma contra el suelo ya asfaltado. Sigue monótono el sonsonete.
Veo desde esa altura que una niebla gris ha invadido todo el enclave destacando solamente las copas de los cipreses de la puerta del camposanto. Dang, dong, dang, dong, bang bang, dang dong.
Creo se ha roto el compás, miro a lo alto y veo en su fase plena una luna redonda y blanca cuya luz reflejada hace brillar la espesa niebla en sus capas más altas. Por encima de ella, innumerables puntos brillantes semejan enormes luciérnagas gaseosas que hacen relumbrar los ojillos de las nocturnas rapaces. Desde un brazo de la veleta, una comadreja me husmea desde detrás sus bigotes y yo, aterido ya, me doy cuenta que el dang dang y dong dong con muchos bang bang intercalados, no es música celestial que brota de prodigiosas gargantas de etéreos ángeles sin sexo, sino el doblar de campanas llamando a despedir con honra a los muertos esparcidos por los campos ansiosos por descansar en paz en su última morada.

Dang, dong, dang, dong, siguen los esquilones con su fúnebre canto que me despiertan empapado en sulfuroso sudor y con los ojos desencajados, tratando de penetrar en el espeso silencio que envuelve todo el lugar e impide que entre la salutífera luz solar.
¡Qué pesadilla mozuela!
Salud.