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ALMENDRAL: Se cuela el frío por la rendijas que se han abierto...

Se cuela el frío por la rendijas que se han abierto entre las resecas tablas de puertas y ventanas hendiendo como afiladas navajas barberas las escuálidas carnes ateridas y músculos depauperados por la prolongada inanición de los dos cuerpos arrugados que se acurrucan en medio de la oscura estancia.

Abrazados con todas su fuerzas el uno al otro con sus manos sarmentosas intentan insuflarse mutuamente un poco de ese calor tan necesario que se les ha escapado ya hace tiempo de sus cuerpos tan menguados por añosos.

Esperan sentados sobre unas cajas en las que está embalada toda su vida pasada y su incierto futuro del que ya, sólo esperan que llegue la comitiva judicial para expulsarlos al gélido exterior.

Sobran ya todas las palabras y se les han acabado las lágrimas que aún había en sus debilitados esqueletos.

Sin saber cómo, obedeciendo a una orden procedente de a saber qué recóndito apartado de sus gastados cerebros, apoyándose el uno contra el otro como habían hecho siempre a lo largo de sus vidas en comunión, consiguieron poner en vertical sus osamentas y pasito a pasito, se acercaron hasta conseguir llegar a la puerta de madera del balcón entre cuyas tablas ya desunidas se filtraban
aquellos fríos hilos de viento que los atravesaban y dejaban helados sus cuerpos y sus almas.

A duras penas y entre ambos, consiguieron descorrer los cerrojillos oxidados y abrir la ventana que les dio paso a un balcón que amenazaba ruina a cuyo barandal inestable se aproximaron para ver que, por la parte de poniente del callejón donde habían vivido y soñado y criado a sus hijos ausentes desde hacía tanto tiempo, aparecía ya aquella comitiva entre fúnebre y amenazadora acompañada de gente armada, que sería la encargada de ejecutar la felonía que había puesto en marcha un banquero que antes, se había presentado como amigo ofreciéndoles la posibilidad de sobrevivir un poco más en un mundo carente de sentimientos.

Se miraron a sus resecos ojos conscientes que sería la última vez que lo harían y sin hablar, se disponían a empujar al unísono el barandal cuando, intuyeron más que ver u oír, un golpe sordo sobre el asfalto, y luego otro y otro, y vieron objetos variados y maceteros enteros cayendo tan peligrosamente cerca de aquellos empingorotados hombres con chisteras y entre los uniformados que, todos, corrieron a protegerse tras la esquina por la que habían entrado al callejón.

No se atrevieron a completar su malvado desafuero y tal cual llegaron en tropel envalentonado, se retiraron mohínos y cabizbajos a la espera de una oportunidad más favorable mientras que los abuelos, abrazados y con lágrimas que habían surgido como por encantamiento de lo rincones más hondos de sus ya ajados cuerpos agradecieron sin palabras la solidaridad de sus antiguos vecinos que, poco a poco, se fueron arracimando bajo la balconada y después, se los llevaron junto a un hogar encendido donde les dieron el caldo caliente y el calor humano que tanto necesitaban sus desprotegidos cuerpos*.

Salud.

*Este cuento de Navidad acaba bien, pero por desgracia, no suele ser así.