POLITICOS CORRUPTOS, NI UNO.
Los ciudadanos hemos de asumir, como algo inevitable, el que los políticos al uso nos representen, al menos formalmente, en las instituciones públicas que conforman nuestro sistema democrático (también en procesiones y otros acontecimientos privados, claro), que (mal) gestionen nuestros intereses comunes y hasta que nos manden, en el sentido más amplio y negativo del término. Asimismo, debemos resignarnos por ahora a que tales políticos no sean los que nosotros queremos, sino los que quiera colocar en la parrilla de salida de cada proceso electoral la corte reinante de los partidos tradicionales.
Hasta aquí hemos de llegar, si pretendemos ser tolerantes y convivir civilizadamente. Pero lo que no podemos ni debemos permitir, bajo ningún concepto, es que determinadas personas (que todos conocemos) que se vienen caracterizando, en el ejercicio de su cargo, por la falta de ética pública (desvergüenza), su desinterés por el bien común o su insolvencia técnica (también esto es una corruptela), engrosen las próximas listas electorales. Y esto es, desgraciadamente, lo que se avecina, según vamos conociendo; en clara contradicción con las proclamas públicas partidistas sobre exclusión de políticos sospechosos de irregularidades.
¿Cómo aceptar impasibles que con nuestro voto siga teniendo carta de naturaleza política una persona que ha traicionado nuestra confianza (siempre formal, dado que no elegimos personas sino partidos), al utilizar en beneficio propio y en perjuicio nuestro las facultades y potestades que le hemos otorgado (que nos ha robado, vamos), y que además ha sido desleal con el Estado de Derecho que nos rige, incumpliendo las leyes que habría de respetar en primer término y hacer cumplir a continuación?.
Pues bien, hemos de rebelarnos ya contra este permanente estado de cosas, en el que reina la granujería, el agio y la especulación, en perjuicio de la honradez y la eficacia, que son virtudes sistemáticamente orilladas de la vida pública. Una sociedad abierta y democrática como la nuestra debe reaccionar contra el abuso y la irracionalidad que se ha instalado en el seno de los procesos para la designación de los cargos públicos representativos de nuestra joven democracia.
Los ciudadanos hemos de asumir, como algo inevitable, el que los políticos al uso nos representen, al menos formalmente, en las instituciones públicas que conforman nuestro sistema democrático (también en procesiones y otros acontecimientos privados, claro), que (mal) gestionen nuestros intereses comunes y hasta que nos manden, en el sentido más amplio y negativo del término. Asimismo, debemos resignarnos por ahora a que tales políticos no sean los que nosotros queremos, sino los que quiera colocar en la parrilla de salida de cada proceso electoral la corte reinante de los partidos tradicionales.
Hasta aquí hemos de llegar, si pretendemos ser tolerantes y convivir civilizadamente. Pero lo que no podemos ni debemos permitir, bajo ningún concepto, es que determinadas personas (que todos conocemos) que se vienen caracterizando, en el ejercicio de su cargo, por la falta de ética pública (desvergüenza), su desinterés por el bien común o su insolvencia técnica (también esto es una corruptela), engrosen las próximas listas electorales. Y esto es, desgraciadamente, lo que se avecina, según vamos conociendo; en clara contradicción con las proclamas públicas partidistas sobre exclusión de políticos sospechosos de irregularidades.
¿Cómo aceptar impasibles que con nuestro voto siga teniendo carta de naturaleza política una persona que ha traicionado nuestra confianza (siempre formal, dado que no elegimos personas sino partidos), al utilizar en beneficio propio y en perjuicio nuestro las facultades y potestades que le hemos otorgado (que nos ha robado, vamos), y que además ha sido desleal con el Estado de Derecho que nos rige, incumpliendo las leyes que habría de respetar en primer término y hacer cumplir a continuación?.
Pues bien, hemos de rebelarnos ya contra este permanente estado de cosas, en el que reina la granujería, el agio y la especulación, en perjuicio de la honradez y la eficacia, que son virtudes sistemáticamente orilladas de la vida pública. Una sociedad abierta y democrática como la nuestra debe reaccionar contra el abuso y la irracionalidad que se ha instalado en el seno de los procesos para la designación de los cargos públicos representativos de nuestra joven democracia.