Pues si moza recia, te decía días atrás, que los bárbaros que te degollaron quizá estaban influenciados por los vapores etílicos que nublaban su entendimiento pero, como ya sabes, eso de cortar cabezas es una costumbre muy nuestra. Somos amigos de cuchillas cimitarras, de sables, de podaderas, de navajas con muelles y de guadañas bien templadas.
Con unas, segamos pescuezos, con otras, las yerbas bajo los píes y con las de muelle o rechinío asestamos las traperas.
Somos pueblos que tememos a la muerte, pero no nos tiemblan los pulsos a la hora de mandar para el otro barrio a cualesquiera, aunque sean inocentes.
Hoy, otros bárbaros, han intentado una matanza en una escuela universal en el Reyno de Navarra. Han fallado, pero lo seguirán intentando. Está escrito en sus genes. Tienen alma de criminales y no lo quieren ni pueden evitar. Les importa un rábano si esas mujeres y hombres a quienes les truncan la vida son feos, gordos o listos. Si tienen hijos padres o abuelos. Para ellos sólo cuenta el número. Mientras más mejor. Y que fructifique el miedo.
Allá por el diez de los pasados, al Carnicero de Badajoz también lo decapitaron, y eso que es un marqués. Marqués de San Leonardo de Yagüe. Han hecho con él, lo mismo que hicieron contigo antes, asesinar el símbolo. Hay diferencias, claro, pero lo que subyace en el fondo es el ánimo de exterminar todo aquello que no se adapta a nuestra percepción de lo que debe ser.
Quizá mañana, cuando salga el sol, iremos a los Campos Santos y ante la lápida de quienes nos precedieron, pondremos flores, unas frescas y otras de plástico. Quitaremos algunas telarañas y, puede, que a algunos, hasta nos resbalen algunas lágrimas recordando.
En el trayecto de ida vuelta por el estrecho sendero, habrá quienes recuerden unos lances que pasaron hace ya muchos años, cuando otros seres humanos eran conducidos junto a las tapias para recibir el tiro de gracia y, mientras llegaban, le iban abriendo a navajazos ojales en sus hambrientas carnes.
Puede, que nadie se acuerde de dar una vuelta por fuera de las tapias y acercarse a esa especie de corralón anexo donde se enterraban los que no estaban bautizados, o los que habían renegado. Por eso no se darán cuenta que están derruidas sus paredes y de la tierra afloran jaramagos ya secos. Ni se percataran siquiera que tras los que allí yacen, pero por dentro y a pocos pasos, está la tumba de algunos de los que los ejecutaron.
Sí mocetona, aunque sea en espíritu, acércate al cementerio con tus rosas para todos los que allí moran. Sea cual sea su idea o credo.
Salud.
Con unas, segamos pescuezos, con otras, las yerbas bajo los píes y con las de muelle o rechinío asestamos las traperas.
Somos pueblos que tememos a la muerte, pero no nos tiemblan los pulsos a la hora de mandar para el otro barrio a cualesquiera, aunque sean inocentes.
Hoy, otros bárbaros, han intentado una matanza en una escuela universal en el Reyno de Navarra. Han fallado, pero lo seguirán intentando. Está escrito en sus genes. Tienen alma de criminales y no lo quieren ni pueden evitar. Les importa un rábano si esas mujeres y hombres a quienes les truncan la vida son feos, gordos o listos. Si tienen hijos padres o abuelos. Para ellos sólo cuenta el número. Mientras más mejor. Y que fructifique el miedo.
Allá por el diez de los pasados, al Carnicero de Badajoz también lo decapitaron, y eso que es un marqués. Marqués de San Leonardo de Yagüe. Han hecho con él, lo mismo que hicieron contigo antes, asesinar el símbolo. Hay diferencias, claro, pero lo que subyace en el fondo es el ánimo de exterminar todo aquello que no se adapta a nuestra percepción de lo que debe ser.
Quizá mañana, cuando salga el sol, iremos a los Campos Santos y ante la lápida de quienes nos precedieron, pondremos flores, unas frescas y otras de plástico. Quitaremos algunas telarañas y, puede, que a algunos, hasta nos resbalen algunas lágrimas recordando.
En el trayecto de ida vuelta por el estrecho sendero, habrá quienes recuerden unos lances que pasaron hace ya muchos años, cuando otros seres humanos eran conducidos junto a las tapias para recibir el tiro de gracia y, mientras llegaban, le iban abriendo a navajazos ojales en sus hambrientas carnes.
Puede, que nadie se acuerde de dar una vuelta por fuera de las tapias y acercarse a esa especie de corralón anexo donde se enterraban los que no estaban bautizados, o los que habían renegado. Por eso no se darán cuenta que están derruidas sus paredes y de la tierra afloran jaramagos ya secos. Ni se percataran siquiera que tras los que allí yacen, pero por dentro y a pocos pasos, está la tumba de algunos de los que los ejecutaron.
Sí mocetona, aunque sea en espíritu, acércate al cementerio con tus rosas para todos los que allí moran. Sea cual sea su idea o credo.
Salud.