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Don Diego Calderón, hombre cultísimo, iba muchas noches a casa de mi abuelo y allí, junto con otras personas de La Codosera (casi todos hombres), formaban una tertulia en la que tenían cabida todo tipo de ideas y en la que nunca se excluyó a nadie por razones credo o posición social. A veces se entretenían en leer el períodico, jugaban a las cartas o al ajedrez o, simplemente, intercambiaban puntos de vista de una manera sana y sin retorcimientos. Cuando, antes de la Guerra Civil, la situación política comenzó a volverse cada vez más tensa, Don Diego , mi abuelo y mi tío mantuvieron siempre su buena, sincera y leal amistad, a pesar de tener ideas diferentes que, tanto uno como otros, supieron respetar escrupulosamente en todo momento. Las únicas personas que aún quedan de aquella época, y que fueron testigos de esto, eran entonces unos niños. Tengo la suerte de conservar aún a mi padre y él ha sido quien me ha puesto al corriente de esto, lo mismo que me ha contado lo que ocurrió, aquel día de agosto de 1936, cuando se llevaron a Don Diego y ya no regresó jamás.