Lo malo que tiene a veces la exuberancia -me refiero a la de Ágata Lys- es que nubla la mente de la gente vulgar que, como yo, sólo/solo nos fijamos en que estaba buena a reventar: nunca es tarde, ahora que no es necesario el onanismo y la edad nos hace mear casi por pura gravedad, reconocer que además era una mujer mu talentosa.
Quisiera, querido Pedro, añadir algo relativo a la inefable y tumultuosa vida sentimental de la no menos hermosa y multidisciplinar Silvia Tortosa, un pasaje que a buen seguro no vendrá en su biografía ni en el gúguel, es una escena a la que yo asistí en el teatro este que es la vida. En el año 1982, más o menos, tenía yo el despacho en una calle cercana a la Plaza de Castilla, en los madriles, y solía frecuentar preferentemente dos garitos: la cafetería "Helen", en el paseo de la Castellana y una infecta taberna que se llamaba "El Chigre", sita en una calle cercana a lo que hoy se conoce como las Torres Kío. Un día sí y el otro también, y en ambos locales, se nos acercaba un simpático mendigo -siempre borracho- que nos recitaba, y de qué manera, pasajes del Tenorio, de la Vida es Sueño o de El Rey Lear, y, aluego, nos pedía algo de caridad, ¿quién podía negarse a darle una rubia? Un día, estando en "El Chigre" (esta vez no nos pidió limosna porque estaba totalmente dormido en la acera, tal era la borrachera), se bajó una señora de un coche, le frotó el espinazo con la suela de un zapato con un tacón de aguja así de largo y como quiera que no respondiese, se agachó y cogiéndole por debajo de los sobacos le zarandeó y le dijo: " ¡Rafael, vamos, vamos hombre". Con la ayuda del señor que conducía el coche lo arrastraron y lo introdujeron en su interior, y desaparecieron. Yo, como los demás, impactados, reconocimos a una espléndida Silvia Tortosa que tenía un cuerpazo que quitaba el hipo (qué piernas, qué turgentes globos, por dios) pero no alcanzábamos a comprender aquello, " ¿será su padre?", dijo uno por allí. Qué va, qué va, aclaró en seguida uno desos camareros que saben más que Séneca: "Ese viejo, aunque no lo creáis -añadió el barman- la ha tenido loquita hasta hace cuatro días, le saca veinte años, y ha sido un actor todavía mejor y más nombrao que ella, se llama Rafael del Arco y s´ha perdío con la bebida desde que no le dan un papel como dios manda". Yo me quedé de piedra. Algunos años después, se publicó en la prensa que Rafael había muerto de un infarto cerebral: pero gente muy allegada me confió, porque me preocupé de seguir el caso, que eso era un eufemismo para no admitir que había muerto literalmente de hambre. Y no fue el único.
Parece como si a los famosos les afectase con más profundidad los bajonados de autoestima que a veces a todos nos amagan, con el riesgo cierto de bajarnos a los abismos de la depresión.
Un abrazo,
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