Quisiera, querida Andrea, dedicarte exclusivamente a ti mis reflexiones de esta noche. Me han calado tan hondos tus sentimientos, tan sinceros, tan desgranados, que te imagino nostálgica frente al ordenador y como necesitada del calor de este grupo de jabeños para que tus recuerdos fluyan aún más al contarte los nuestros. Yo no podré describirte mejor que lo ha hecho UNOMAS (que no sé si va a resultar UNAMAS) la imagen de aquel arroyo, con los puentes y pasaderas que tú recuerdas, en el que todos nosotros jugueteábamos al mocho, la picota, la ruleta, al burro-villanueva, a lo que quiera el mundo, la comba, etc. Aquellos niños que éramos entonces, sin más juguetes que nuestra imaginación, niños y niñas buenos, sin malicia, conformistas, risueños, casi todos delgados, sólo con ropa de quita y pon, pero ropa limpia, ropa restregada con las manos inocentes de nuestras madres, niños con piernas al aire, piernas llenas de arañazos de tanto tropezar, tropezando con las piernas y con los pensamientos sin nadie que nos levantara, niños en fin huérfanos a pesar de nuestros padres, padres que bastante tenían con traer al nido el sustento necesario para crecer. Y crecimos sin proyecto alguno, resultando, no obstante, una generación de mujeres y hombres poco dada al rencor. Que veníamos de una posguerra cruel, y desembocamos en la concordia. Que fabricamos una España muy digna, con los dos pedazos que de ella habíamos heredado. Hoy podemos, Andrea, estar muy contentos y satisfechos de ser como somos: podemos recrearnos en nuestros recuerdos, aunque alguna vez tengamos que secarnos alguna lágrima. No quiero ponerte, ni ponerme, triste; pero cómo no hacer constar aquí nuestro agradecimiento a la generación que nos precedió, a la injusticia padecida por tu tío que rompe cualquier alma, se dice pronto: trabajar toda una vida para..., en fin.
Andrea, terminemos alegres, me despido contándote una anécdota que me pasó cuando yo era todavía un niño, nueve años o así: Mi familia era muy humilde, y no teníamos ni un chavo en casa. Por ello, cada vez que había una oportunidad de ganar una peseta pues yo me apuntaba. Así, unas navidades, me fui a coger aceitunas para un labrador potente del pueblo. Pero hacía tanto frío, Andrea, que yo no podía mover las manos para trabajar, no podía "hacer el huevo" que se decía. Entonces, yo ya fumaba, me hice una pequeña lumbre con unos papeles y un poco de pasto que encontré en la fría tierra. Y cuando me estaba calentando vino el manijero y me espetó: " ¡Tú, el delgadillo!, qué coño haces calentándote en esa puta lumbre!"; y yo le contesté que el frío era tanto que no me permitía trabajar. Y él me contestó " ¡Pues date golpes con el revés de las manos en el tronco de ése olivo, ya verás como entras en calor". Pero yo lo recuerdo sin rencor.
Andrea, te deseo una feliz noche.
Andrea, terminemos alegres, me despido contándote una anécdota que me pasó cuando yo era todavía un niño, nueve años o así: Mi familia era muy humilde, y no teníamos ni un chavo en casa. Por ello, cada vez que había una oportunidad de ganar una peseta pues yo me apuntaba. Así, unas navidades, me fui a coger aceitunas para un labrador potente del pueblo. Pero hacía tanto frío, Andrea, que yo no podía mover las manos para trabajar, no podía "hacer el huevo" que se decía. Entonces, yo ya fumaba, me hice una pequeña lumbre con unos papeles y un poco de pasto que encontré en la fría tierra. Y cuando me estaba calentando vino el manijero y me espetó: " ¡Tú, el delgadillo!, qué coño haces calentándote en esa puta lumbre!"; y yo le contesté que el frío era tanto que no me permitía trabajar. Y él me contestó " ¡Pues date golpes con el revés de las manos en el tronco de ése olivo, ya verás como entras en calor". Pero yo lo recuerdo sin rencor.
Andrea, te deseo una feliz noche.