En poco puedo equivocarme si afirmo que en los años cincuenta, y me atrevo a decir que en los sesenta, en La Haba nadie sabía nadar. Y no por falta de facultades o deseo de hacerlo, sino por falta de agua. Por esto, y por un halo de misterioso miedo que nos metían en el cuerpo sobre el peligro de adentrarse en ríos, lagunas, pozos, etc. (Qué paradoja que Hernando Arias, y otros jabeños, surcaran la mar océana desoyendo las advertencias de sus mayores para conquistar nuevos mundos).
Los niños de mi generación, también desoímos a nuestros mayores y, explorando en verano el más allá del pueblo, descubrimos y conquistamos el agua –principalmente- en tres lugares: “La Alberca”, Arroyo del Campo (tabla de agua cerca de lo que hoy es el “pantanillo”) y el río Ortiga (tabla de agua anterior al puente romano de la Antigua). La Alberca, -con mayúsculas por ser entonce única, al no haberse iniciado el despropósito campero actual- era el sitio señalado como el más peligroso y, por ende, el más codiciado por nuestra sed aventurera. Catalán, Antonio “Pincharrata”, su primo Guerrero, Juan “Camuñilla”, “Cuerpotuno” el pequeño, y yo mismo, intentábamos nadar fijándonos en cómo lo hacían los perros de los pastores y algún pato extraviado que por allí pasaba. Pero era tiempo perdido, pues la agitación era tal que nos cansábamos por los pulmones más que por las extremidades, corriendo el peligro de quedarnos pinchados en el suelo cenagoso del gran charco: lográbamos flotar un poquito, pero nunca avanzar con sosiego.
Una siesta en que el calor nos echó de casa, Catalán y unos cuantos más, fuimos a bañarnos. Escondimos ropa y calzado entre las junqueras y nos arrojamos al agua como nuestra madre nos parió. Ajenos al exterior, disfrutamos de lo lindo chapuceando como guarrinos pequeños, y, ya bañados en la orilla, alguien gritó: “ ¡Chiascho, que nos han mudao el jato! Recuerdo que, como bailarines de un ballet, en un acto reflejo ajeno a la voluntad y al cerebro, todos nos tapamos nuestras vergüenzas sin que hubiera en el campo más espectadores que nosotros mismos. “El cabrón del pastor se ha llevao la ropa”, dijo otro, y nuestra imaginación comenzó a maquinar. Y ahora, ¿qué?
Aquel día vi lo pequeño que era el mundo, y cuando se moja más pequeño aún, y con el susto en el cuerpo, microscópico. Porque aquella pandilla, que acababa de descubrir el pudor, su mayor problema no era la regañina o paliza materna, sino el cachondeo popular a costa del tamaño del mundo. Uno comenzó a trenzar unos juncos para hacerse un taparrabos, pero no tenía narices a sujetárselo; otro propuso esperar la noche y conseguir un pantalón, un tercero que esperásemos que viniera algún niño que nos trajese ropa, y así iba pasando el tiempo. Y en esto que aparecieron las madres, o una representación de ellas, con las ropas de todos: la mía me puso el culo como un tomate.
No sé si de todo esto viene lo de “nadar y guardar la ropa”. Muchos años después, con mucho miedo y más vergüenza, algunos hemos aprendido a nadar en las piscinas municipales de las ciudades donde acabamos viviendo: yo nado a todos los estilos, pero el mundo sigue siendo muy pequeño.
Buenas noches a todos,
Los niños de mi generación, también desoímos a nuestros mayores y, explorando en verano el más allá del pueblo, descubrimos y conquistamos el agua –principalmente- en tres lugares: “La Alberca”, Arroyo del Campo (tabla de agua cerca de lo que hoy es el “pantanillo”) y el río Ortiga (tabla de agua anterior al puente romano de la Antigua). La Alberca, -con mayúsculas por ser entonce única, al no haberse iniciado el despropósito campero actual- era el sitio señalado como el más peligroso y, por ende, el más codiciado por nuestra sed aventurera. Catalán, Antonio “Pincharrata”, su primo Guerrero, Juan “Camuñilla”, “Cuerpotuno” el pequeño, y yo mismo, intentábamos nadar fijándonos en cómo lo hacían los perros de los pastores y algún pato extraviado que por allí pasaba. Pero era tiempo perdido, pues la agitación era tal que nos cansábamos por los pulmones más que por las extremidades, corriendo el peligro de quedarnos pinchados en el suelo cenagoso del gran charco: lográbamos flotar un poquito, pero nunca avanzar con sosiego.
Una siesta en que el calor nos echó de casa, Catalán y unos cuantos más, fuimos a bañarnos. Escondimos ropa y calzado entre las junqueras y nos arrojamos al agua como nuestra madre nos parió. Ajenos al exterior, disfrutamos de lo lindo chapuceando como guarrinos pequeños, y, ya bañados en la orilla, alguien gritó: “ ¡Chiascho, que nos han mudao el jato! Recuerdo que, como bailarines de un ballet, en un acto reflejo ajeno a la voluntad y al cerebro, todos nos tapamos nuestras vergüenzas sin que hubiera en el campo más espectadores que nosotros mismos. “El cabrón del pastor se ha llevao la ropa”, dijo otro, y nuestra imaginación comenzó a maquinar. Y ahora, ¿qué?
Aquel día vi lo pequeño que era el mundo, y cuando se moja más pequeño aún, y con el susto en el cuerpo, microscópico. Porque aquella pandilla, que acababa de descubrir el pudor, su mayor problema no era la regañina o paliza materna, sino el cachondeo popular a costa del tamaño del mundo. Uno comenzó a trenzar unos juncos para hacerse un taparrabos, pero no tenía narices a sujetárselo; otro propuso esperar la noche y conseguir un pantalón, un tercero que esperásemos que viniera algún niño que nos trajese ropa, y así iba pasando el tiempo. Y en esto que aparecieron las madres, o una representación de ellas, con las ropas de todos: la mía me puso el culo como un tomate.
No sé si de todo esto viene lo de “nadar y guardar la ropa”. Muchos años después, con mucho miedo y más vergüenza, algunos hemos aprendido a nadar en las piscinas municipales de las ciudades donde acabamos viviendo: yo nado a todos los estilos, pero el mundo sigue siendo muy pequeño.
Buenas noches a todos,