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LA HABA: LEGANES que oscura debes ver la actualidad que nos...

Cuando en toda La Haba se iba la luz, que eran casi todas la noches de invierno, solíamos decir: “ha sido general”. Estábamos horas y horas sin luz; y entonces nos embargaba una especie de resignación divina en la que no cabía la rabia, el cabreo, la protesta ni nada que se le pareciera. Así éramos entonces: pacientes, resignados y sumisos; este era el pueblo tan difícil de gobernar. (Y este pueblo es el que quieren ahora, ¿no?)

Pero hoy, lejos de la política, quería hablaros de los carburos, pues cuando la luz tardaba mucho en venir, algunos encendían un carburo. Era un recipiente con un pequeño depósito de agua arriba y con un trozo de carburo debajo; cuando el agua por goteo entraba en contacto con aquella sal, se formaba gas acetileno y, este -que es inflamable- se canalizaba y se encendía en un quemador que alumbraba muchísimo mejor que las mariposas en las lamparillas de aceite.

Los primeros carburos llegaron al pueblo sobre 1955, y creo que los trajeron unos jabeños que trabajaban en las minas de Peñarroya y El Terrible (Córdoba). El primero que yo vi se remonta a ese año y lo tenía Isaac el pastor, que lo utilizaba para atender a las ovejas parturientas en el corralón de su casa en el Altozano, puerta falsa que daba a la calleja frente a la de Candelo “el Rojo”. Cerca de lo que en el pueblo llamábamos El Lejío (topónimo de el ejido), lugar en el que me encantaba jugar con mis primos “pochos”, lo más cariñosos, buenos y risueños del mundo (alguien lo va a recordar esta noche).

Los primeros que utilizaron este alumbrado para sus industrias fueron Antonio “el Dulcero”, Eusebio, “Yayá”, Antonio “Corneta” y la Paca “Evarista”, que eran los puestos de golosinas tan entrañables que recuerdo en la plaza de abajo.

Yayá era un hombre minusválido, muy débil de salud, casado con María la de Ventura, que vivió decentemente de la venta de pipas, regaliz, algarrobas, cacahuetes y pocas cosas más. Pero yo le recuerdo, sobre todo, porque a él le compré –clandestinamente- el primer cigarrillo que me fumé. Fue un pitillo marca “Diana”, de color amarillo, la cajetilla traía dieciocho unidades y eran más malos que el sebo de rata. Yo comencé a fumar el día que hice la primera comunión, y seguí fumando de por vida al comprobar, cuando fui a confesarme dos días después, que fumar no era pecado según el párroco don Pedro “Regaliz”. Yo, tonto de mí, entendí en la catequesis que “ese pecado que los niños hacéis solos” era el de fumar, y resulta que era otra cosa.

Yayá era un tío muy discreto y muy cabal, todos los días me daba el pitillo aunque no tuviera la perra gorda que costaba (l. 664 perras gordas = 1 euro= 1.664 pitillos Diana), tenía el hombre dificultad para andar, pero lo que peor llevaba era no poder hablar: su idioma se reducía a yayá, de ahí su mote. Un día se puso muy malito en el puesto, se cayó al suelo desde el taburete donde se sentaba y agarrado al carburo que le daba luz.
“A Yayá le ha dado un ataque”, decía todo el mundo. En La Haba, un “ataque” podía ser un simple mareo, un infarto, un ictus, un accidente cerebrovascular o una apoplejía; yo no sé que le daría a él, pero fue muy grave.

A mí me creaba un problema de abastecimiento porque no me atrevía a cambiar de puesto por temor a que se chivaran a mi padre. Pero el destino no quería que yo dejase de fumar. Yo era monaguillo, y lo más penoso de este oficio en un niño pequeño es dar el Viático a un moribundo: y a mí, acompañando al cura, con la campanilla de bronce tintineante desde la esquina de la Bonifacia hasta la penúltima casa antes de llegar a la calleja, me tocó hacerlo para mi amigo Yaya. El pobre a todo lo que le decía el cura, respondía “yayá, yayá”. Y cómo no le daría de sí su idioma para que en uno de esos “yayás”, milagrosamente, hacerle un guiño a su mujer, María que, comprendiendo perfectamente su deseo, me introdujo un cigarro Diana en el bolsillo. Después del Viático, recibió la extremaunción pero ya no decía “yayá”.

Buenas noches a todos,

LEGANES que oscura debes ver la actualidad que nos has traído un poco de luz con el carburo ¡dios que años ¡, a decir verdad este artilugio no lo recuerdo pero sí el candil, el aceite servia para mucho, además de aderezar esas tortas que espero comerme a medias contigo algún día, para alimentar la tenue luz que sorprendentemente las chicas casaderas cosían su ajuar, porque la electricidad solo llegaba para tener un par de bombillas en toda la casa, una en medio del pasillo y otra en el comedor, no recuerdo más hasta que llego la radio y mucho más tarde el televisor, en muy pocas casas por cierto.

Hoy echando un vistazo a las revistas del pueblo – ¡milagro ¡, cuatro juntas, después de cuatro meses sin salir-, en una de ellas, en el apartado fotos antiguas, “los churros” la titulan, dime, tú que tienes una memoria envidiable, ¿esa señora es la María merienda?, sí, ya se que en esa fecha no habíamos nacido, porque a mí me parece que no, pero el escenario es el mismo, el arroyo que tan buenos recuerdos nos trae, y al lado, el velador con la gran rosca encima, PEPE perdona esta licencia, serán las altas horas de la noche que entra el hambre, mañana seguiremos con las verduras y el pollo a la plancha, con todos tus consejos tienes razón.

Saludos y buenas noches a los que aun estéis ahí.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Efectivamente, la señora de la foto es la María Merienda. Es la única que se ponía en ese sitio para hacer los "muñuelos" y, además, era así de delgada. A la derecha está con su marido y sus hijas, la del centro es la Angelita, mujer de Manuel "Panfarrán" (el pregonador de bordallos). El sitio del puesto creo que es enfrente de la puerta falsa de la Maximina de "Cortecita" porque las casas que se ven me parecen que son las antiguas de Manuel "Manteca" (hoy dulcería) y otras colindantes. Y uno de ... (ver texto completo)