El personal sanitario de los años cincuenta lo componía don Fernando Morillo, el médico, don Valeriano Andrade, el practicante y, por qué no decirlo, el famoso perro “Negu” que a todos sitios les acompañaba (este espléndido cánido de color negrísimo, dado su gran tamaño, siempre tuvo muchos problemas para “alegarse” con las perrillas jabeñas).
No hay que desdeñar el papel tan importante que en entonces llevó a cabo Felisa “ la Jilvana”, partera-comadrona que a tantos jabeños ayudó a venir a este valle de lágrimas del que nadie quiere irse.
Los padecimientos infantiles más comunes de entonces eran las pertinaces diarreas por “Santiaguito”, el sarampión, las paperas, la tos ferina y, sobre todo –por su frecuencia- las “anginas”. Don Fernando te metía una chapa en la boca y, apretándote la lengua hacía abajo, te decía: “Di: aaaaaaaaaaa”; luego te ponía la mano en la frente y, para terminar, se sacaba el reloj del bolsillo del chaleco y te tomaba el pulso cogiéndote la muñeca: “Tiene fiebre: ponle tres botes de penicilina, una cucharadita de este jarabe después de las comidas y que guarde cama durante tres días”, decía de carretilla mientras escribía las recetas. Como no hay mal que por bien no venga, esa prescripción tenía ciertas ventajas: no asistir a la escuela, comer de capricho en casa y ser el centro de atención de toda la familia.
Daba gusto, tiritera aparte, que viniera tu madre y te arropara con tanto mimo; que, expresamente para ti, preparase una tortillita francesa de un huevo, un poquito de tocino con jamón al corte, medio plátano y te diera la cucharadita del jarabe Codeisán-Codeína que estreñía tanto como el higo chumbo. Y nuevamente a arroparse.
Y luego llegaba el bueno de don Valeriano, el practicante. Consciente de nuestro miedo, trataba de entretenernos con chascarrillos que nos hicieran olvidar el inevitable pinchazo. Llevaba dos cajitas plateadas: una de ellas contenía las agujas, el algodón, tiritas de esparadrapo y otros apósitos; y en la otra -que parecía la funda de una armónica- echaba alcohol que encendía con su mechero de martillo para esterilizar la aguja que había escogido y que tú mirabas de reojo: “Date la vuelta y bájate el calzoncillo”, te decía; te daba dos tortitas en el culo y te metía la aguja hasta el “rescatón”: cómo dolía la jodía penicilina, pero tú te portabas como un hombre.
Una cosa impactante era que, pasada la gripe, siempre había una tita, o un tito, que al verte repuesto te soltaba: “Qué estirón ha pegado este niño con la calentura”. Mentira cochina, porque yo solo rocé el 1,70 a pesar de las numerosísimas calenturas que padecí.
Hoy, con el catarro a cuestas, estoy recordando todos aquellos momentos en que uno sentía las manos maternas untando nuestro pecho con Vicks Vaporub, y observo que las cosas son muy parecidas aunque más confortables: te quejas, toses, pelín de fiebre, mejunjes, jarabe, sofá, leche calentita (recuerdos a Melchor), y a la semana totalmente nuevo. Pero sin aquellas manos.
Saludos,
No hay que desdeñar el papel tan importante que en entonces llevó a cabo Felisa “ la Jilvana”, partera-comadrona que a tantos jabeños ayudó a venir a este valle de lágrimas del que nadie quiere irse.
Los padecimientos infantiles más comunes de entonces eran las pertinaces diarreas por “Santiaguito”, el sarampión, las paperas, la tos ferina y, sobre todo –por su frecuencia- las “anginas”. Don Fernando te metía una chapa en la boca y, apretándote la lengua hacía abajo, te decía: “Di: aaaaaaaaaaa”; luego te ponía la mano en la frente y, para terminar, se sacaba el reloj del bolsillo del chaleco y te tomaba el pulso cogiéndote la muñeca: “Tiene fiebre: ponle tres botes de penicilina, una cucharadita de este jarabe después de las comidas y que guarde cama durante tres días”, decía de carretilla mientras escribía las recetas. Como no hay mal que por bien no venga, esa prescripción tenía ciertas ventajas: no asistir a la escuela, comer de capricho en casa y ser el centro de atención de toda la familia.
Daba gusto, tiritera aparte, que viniera tu madre y te arropara con tanto mimo; que, expresamente para ti, preparase una tortillita francesa de un huevo, un poquito de tocino con jamón al corte, medio plátano y te diera la cucharadita del jarabe Codeisán-Codeína que estreñía tanto como el higo chumbo. Y nuevamente a arroparse.
Y luego llegaba el bueno de don Valeriano, el practicante. Consciente de nuestro miedo, trataba de entretenernos con chascarrillos que nos hicieran olvidar el inevitable pinchazo. Llevaba dos cajitas plateadas: una de ellas contenía las agujas, el algodón, tiritas de esparadrapo y otros apósitos; y en la otra -que parecía la funda de una armónica- echaba alcohol que encendía con su mechero de martillo para esterilizar la aguja que había escogido y que tú mirabas de reojo: “Date la vuelta y bájate el calzoncillo”, te decía; te daba dos tortitas en el culo y te metía la aguja hasta el “rescatón”: cómo dolía la jodía penicilina, pero tú te portabas como un hombre.
Una cosa impactante era que, pasada la gripe, siempre había una tita, o un tito, que al verte repuesto te soltaba: “Qué estirón ha pegado este niño con la calentura”. Mentira cochina, porque yo solo rocé el 1,70 a pesar de las numerosísimas calenturas que padecí.
Hoy, con el catarro a cuestas, estoy recordando todos aquellos momentos en que uno sentía las manos maternas untando nuestro pecho con Vicks Vaporub, y observo que las cosas son muy parecidas aunque más confortables: te quejas, toses, pelín de fiebre, mejunjes, jarabe, sofá, leche calentita (recuerdos a Melchor), y a la semana totalmente nuevo. Pero sin aquellas manos.
Saludos,