LA HABA: Me ha enternecido tu relato, sin conocer a la persona...

Un sobrino muy pequeño –con su media lengua- no acertaba a pronunciar tita Jose (sin tilde) y le salía “tita Cope ”, y de ahí le vino a mi querida amiga Josefa el sobrenombre de “La Cope”. Si bien su simpatía y las tertulias que en su calle montaba, coincidentes con el nacimiento de la emisora de los curas, afirmaron y promocionaron ese cariñoso apelativo hasta la eternidad: porque la Josefa era una buena comunicadora.

Para mí siempre será la Josefa, mi querida Josefa “la de Valentín”, una chica sonriente y buena, atractiva y, sobre todo, dispuesta con su incomparable buen humor a hacer felices a todos los demás: porque su infierno interior –hasta donde pudo- lo quiso todo para sí misma. El próximo junio (a mediados de mes) se cumplirán los 18 años de su fallecimiento.

A mediado de los sesenta, los que nos fijábamos bien en ella, pudimos observar cómo sus ojos parecían no obedecer los estímulos eléctricos que su cerebro ordenaba –a través de los nervios- para mantenerlos abiertos, estos mensajes no llegaban a sus músculos y sus párpados se caían como persianas sin control. Y su mirada, por más que intentara enfocarla a tus ojos, se extraviaba sin rumbo anunciando el advenimiento de algo tan raro que nadie lo ponía nombre en el pueblo. Nada podía –no obstante- con su humor, sus ocurrencias y su vitalidad; aunque de vez en cuando –porque nadie está obligado a lo imposible- en ella se instalase cierta dosis de tristeza como indicio del declive físico que se avecinaba. Cuando comenzaron los paréntesis de sufrimiento, preguntábamos por ella en su casa de la calle Cilla y siempre nos respondían: “Está muy cansada”. Las células de sus músculos principales, interferidas por no se sabe bien qué misterio, no recibían los mensajes y estímulos necesarios para generar la fuerza mínima que le permitiese la movilidad: el descanso la mejoraba y la más leve actividad la hacía desfallecer, la Josefa estaba enferma.

Cuando estaba bien y remontaba su ¿miastenia? –aunque a nadie escuché pronunciarlo- era un torbellino de mujer; había heredado de su madre una gracia natural que hacía sonreír y reír a carcajadas a todos los que la acompañaban, de ahí sus agradables corros en tertulia. En uno de esos periodos en que parecía recuperada, no tendría más de l6 años, como si no fuera ya suficiente su cruz, la cruel enfermedad –esa canallada que a veces se apodera de las familias enteras- acabó de un tirón con la vida de su hermano José, luego Domingo, y mi memoria no puede ordenarlo en el tiempo, pero también murieron sus padres, el hecho es que durante todos esos críticos años –y a eso quería llegar- por tanta desgracia junta y siendo una bella mocita, la enlutaron; desde los calcetines en los pies hasta el velo de su cabeza, todo era negro excepto su blanquísima cara de ángel: era la costumbre, y las tradiciones hay que respetarlas. Pero lo malo de estos lutos de años encadenados, y bien lo sabe Dios que lo respeto, es que conllevaban la privación de libertad: y la Josefa, llena de anhelos de juventud, observaba desde su postigo cómo pasaba la vida delante de sus frágiles ojos. Y en sus escapadas furtivas siempre cerca de su casa, lógicas y necesarias para una jovencita con ilusiones, seguía liderando su grupo de amigas en los alrededores del Convento: estrujó la vida y se la bebió a sorbitos con la máxima intensidad que le permitían sus irreversibles dolencias; y creo, a pesar de sus males, que en su juventud fue muy feliz como dueña y señora de su tiempo, acompañada de su extraordinaria familia y su grupo de amigas jabeñas. Hasta que llegaron otras dolencias. Porque, ya adulta, trató de superar otros muros que entre la mala suerte y el destino le fabricaron, pero tenían demasiada altura para saltarlos con sus débiles músculos: no obstante lo intentó en Madrid.

Nunca olvidaré mis visitas al Hospital Clínico, donde esas dos santas que son sus hermanas Ana y Luisa, la cuidaron de una manera ejemplar que ya no parece estilarse (y actualmente sigo viendo a Ana, mi querida vecina, trajinando desde el amanecer, cuidando a los tres hombres que atiende, y siempre pendiente –sobre todo en verano- de que en su calle nada les falte a las pocas ancianas que van quedando: desde aquí la mando un abrazo). Entonces, en Madrid, la Josefa debía tener alrededor de los 45 años: “Me han dicho, Leganés, que lo único malo que me va a pasar es que se me va a caer el pelo”, me dijo con su sonrisa radiante, para añadir: “Y me he dado el gustazo de rapármelo yo misma antes que se me caiga”.
El resto, por ser lo más triste, es mejor callárselo para recordarla como era: hermosa, valiente y risueña, iluminando con sus tertulias a toda la calle Iglesias. Gloria para nuestra Cope, mi amiga del alma Josefa.

Buenas noches a todos.

Me ha enternecido tu relato, sin conocer a la persona me he emocionado.
Igual que ese personaje del libro X que te enternece y te entristece al mismo tiempo.
Por estos y por todos lo buenos momentos que nos haces pasar, gracias LEGANES
Mi estado de ánimo es propenso a ello últimamente.

Un fuerte abrazo