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LA HABA: Mu bonito, Esther, pero que mu bonito: bien contao,...

Buenas noches. Cuenta la leyenda que hace muchos, muchos años en el camino de la Antigua, más o menos a la altura del carril, se ubicaba una encina centenaria, grande en su especie, frondosa, bella. En verano, cobijaba con su sombra a los pastores al paso de los rebaños, apoyaban los sacos en su grueso tronco los piconeros; generosa en la bellota, llenaba el esparto de los rebuscaores haciendo feliz esa noche a más de un jabeño sin suerte.
La hermosa encina, escondía en su base, por culpa de una raíz tuerta, que decían los cabreros, un agujero por ese extraño que hacen algunas raíces, que se retuercen rebeldes hacia la superficie, para volver a clavarse sumisas en la tierra en su camino a las profundidades. No todos los jabeños conocían este agujero, tan bien escondido entre frondosos jaramagos, algunos decían que mágicamente cambiaba de lugar ante la rechifla general, pero lo cierto es que más de un contrabandista, al amparo de la noche, se volvió loco buscando el zurrón escondido con prisas en el desaparecido agujero, hasta que, vencido y convencido de su pérdida, reanudaba su furtiva marcha hacia el oscuro horizonte.
Cuenta la leyenda que los encontró Tomás el trampero. Ocurrió en la víspera de San Juan; aquél día entregao al cepo, Tomás recogía sus bártulos al pie de la encina bella, contento, con dos piezas cobrás, pensaba pasarse a echá un chato antes de entrar en casa que pa eso era San Juan. Entonces oyó risas que salían del escondido agujero, luego susurros y luego llanto. Tomás apartó los jaramagos y encontró a dos niños abrazados, los sacó de allí. Eran un niño y una niña, dos hermanos como después supieron, estaban desnudos y cubiertos de barro, tenían sus miembros igual a los demás humanos, pero con el color de su piel distinto al de todos los demás jabeños, o por lo menos los que conocía Tomás, ya que toda la superficie de la piel, aparecía teñida de un color verdoso.
Cuenta la leyenda que los tapó con una albarda y los llevó al pueblo. Al aparecer por la salve con semejante número, la gente se arremolinó a su alrededor en un desfile hasta la plaza. Algunos llamaron al alcalde, otros al médico, cuando llegó la noticia a la iglesia las campanas repicaron como a fuego. No había jabeño que no lo supiera. Entonces el médico se los llevó a su casa, le sigueron el alcalde, un abogao, algunos curiosos y el señor cura que junto al monaguillo les llevaba algo de ropa. En la casa del médico los bañaron, los vistieron y fueron reconocidos por el sorprendido galeno.
Cuenta la leyenda que nadie podía entender su lenguaje, que colocaron ante ellos pan y otras viandas, pero que ni las tocaron, aunque les atormentaba un hambre atroz, como reconoció después la niña. Al fin, cuando llevaron a la casa algunas habas que acababan de cortar, con sus tallos, indicaron con gran avidez que se los dieran. Cuando se los dieron abrieron los tallos en vez de las vainas, creyendo que las habas estaban dentro, pero al no encontrarlos, comenzaron a llorar de nuevo. Cuando vieron esto los que estaban presentes, abrieron las vainas y les enseñaron las habas desnudas. Con ellas se alimentaron encantados durante largo tiempo no probaron otra cosa. Sin embargo el niño estuvo siempre lánguido y abatido, y murió al poco tiempo.
Cuentan que la niña gozó siempre de buena salud y como fue acostumbrándose a otra clase de alimentos, perdió por completo su color verdoso y poco a poco recuperó el aspecto sanguíneo en todo su cuerpo. Y dicen que se quedó a vivir en la casa del médico, que la llamaron María por parecerle al señor cura un nombre muy casto y apropiado y que su conducta fue siempre un tanto libre y caprichosa. Cuando aprendió a hablar, la gente le preguntaba que de dónde venía y quienes eran sus padres. Ella sólo decía que venía de la tierra, que todo lo que allí había y los que allí estaban eran de color verde, que no veían el sol, que su hermano y ella se habían perdido y nada más. Ante tanto disparate la gente acabó por dejarla en paz. La llevaron al colegio del convento con las demás niñas y pronto la gente la empezó a llamar" María la encinita", por su extraño origen. Dicen que María la encinita, fue feliz en La jaba, que jugaba mucho al corro, a la rayuela y la picota. Los niños decían que a los bolindres era de lo más chivita, pero a veces María la encinita se quedaba mirando al viento y decía -me llaman- y se ponía triste hasta que empezaba a jugar otra vez.
Dice la leyenda que cuando cumplió los doce años en la víspera de San Juan, María la encinita no quiso jugar en el arroyo, las niñas saltaban a la comba cuando salió a correr por la calle en dirección a la salve. Algunos niños la siguieron hasta el camino gritando su nombre -! María, María!, pero María la encinita no miraba atrás sólo corría. Cuenta la leyenda que cuando llegó a la altura de la encina que la trajo a este mundo, el agujero se abrió tragándose a María la encinita y cerrándose para siempre. Inútiles fueron los intentos por encontrarla, y dicen que al poco tiempo también aquella encina desapareció, algunos dicen que en realidad nunca existió, pero otros recuerdan la leyenda de la niña que vivió en La Jaba, que era hija de una encina, la encina bella.
Buenas noches de nuevo, sólo quería compartir este pequeño cuento jabeño que se me ocurrió el otro día, la tarde del domingo mientras paseaba por aquellos lares que aparecen en el relato, entre lo cotidiano y lo fantástico NO ES GRAN COSA YA LO SE, pero se me ocurre que podría dar pie a otros escritores de lo natural con sus relatos que sí son realmente fantásticos. Si me deja, colgaré la fotico de la encina inspiradora y quizá alguna otra de dicho paseo que muestra en gotitas algo de la primavera jabeña. Hasta pronto.

Mu bonito, Esther, pero que mu bonito: bien contao, bien puntuao y originalmente jabeño. A mí me encanta comer habas, ahora con el sol deben florecer ya en La Haba.

Muchas gracias,