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LA HABA: Esto es copia, otro enlatao pa YOLE....

Esto es copia, otro enlatao pa YOLE.

Cuando le aseguré que yo dejé de mamar después de cumplir los cuatro años, ella se santiguó. Y al hacer la señal de la cruz y decir eso de: “… y del Espíritu Santo, amén”, mis ojos –siguiendo su mano- observaron cómo clareaba su niqui azul oscuro justo por donde empujaban las puntas de sus senos: tal era la turgencia de aquellos dos cántaros. Unos pechos firmes, abultados, con esa tersa hinchazón con que la Naturaleza premia la piel de las embarazadas.

- ¿Pero cómo una mujer con esas tetas puede negarse a dar de mamar a su criatura, joé?- le espeté.

- ¡Madre del amor hermoso!”-, respondió sorprendida, -dejarías sequita a tu pobre madre, por Dios, ¡qué mamón! - añadió olvidándose de que yo era el jefe.

No se me tome la gráfica descripción hecha -ques mu ajustada- ni como machista ni como un ejercicio voluptuoso de voyeurismo, que me caiga el martirio del zángano si así fuera; porque no va la cosa esta noche por la capital Lujuria, que no: porque estamos hablando –yo quiero hablar- de las engañifas sobre la alimentación, en este caso infantil, que se produjeron en la época del Difunto.

Fue una conversación en el ámbito laboral, en un despacho, mucho antes de acuñarse el concepto de “conciliación laboral”, donde no pude persuadirla de que era compatible el desarrollo de su trabajo y el amamantar a su futuro hijo, haciendo lo que hiciera falta, como fuese, y le sugería “Lo traes aquí, te escuendes, y le das de mamar”, que no; “tencierras en mi despacho con llave y que mame tranquilo”, que no; “tordeñas, y que venga la cuidadora a por tu leche”, que no, joé; “te pongo una furgoneta, con chófer, le das de mamar y te vuelves”, y que no, y que no, no y no. Y es que aunque era mu pía, también era una pijaaparte en sus comportamientos sociales: “La estética, Moreno, es la estética, y el Dios Nestlé –desde el Pelargón (1944) hasta nuestros días- alimenta a nuestros hijos”, parecía decirme con su extraña mirada. O sea, que sus tetas eran sagrás, amos, intocables: nadie ajaría su tersa piel, nadie agrietaría sus “pezones negros como el azabache”. (Esto último es imaginación mía, que los hombres semos asina).

De nada me sirvió añadirle que a más succión más secreción: “las tetas de una mujer son inagotables, muchacha, si una boquita, o dos -quera mi caso- estimulan los pezones maternos de manera constante”. En fin, respetando mucho su decisión, tiré la toalla y el niño tomó Nativa, o algo así. La cosa es que el joío creció mucho en poco tiempo, pero siempre estaba estornudando y constipao, la verdá.

¡Qué lástima, señor!, pensé nostálgico. Porque, ahora lo declaro, yo no me desteté porque ya mordiera con los dientes, que los tenía tós; ni porque me negaran o se secaran los grifos de la vida; ni, de ninguna manera, por dios, porque fueran muchos cuatro añitos mamando: me desteté solito porque me dejó de gustar el sabor, pues -como leí mucho después- igual que en las añadas del vino, el sabor de la leche materna cambia dependiendo del tiempo y de cómo y quién sea el destinatario principal, y –en este caso- venía el tercer retoño. Esto último, mi interlocutora, ya no lo creyó.

(También, por entonces, se dejó de freír con aceite de oliva virgen, porque echaba jumo de malo quera: nos convencieron con la soja y el girasol; nos trajeron losingleses el cochino blanco, o colorao: porque el nuestro –negro- tenía mucha más grasa, asín que beicon por tocino con veta ¡AYYYYY!; y nos hicieron arrancar pinos y alcornoques, era “el descuaje”: para sembrar eucaliptos con los que respiraríamos mejor. Etc. etc. etc.).

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