Se adueña de mí, Natalia, una pereza preocupante, y ahora sí, como el título de aquel espléndido poemario de Gregorio González Perlado, todo lo que no es música se confunde con el silencio. He decidido, como diría Alberti, entregarme a la mar, para encontrar el fondo de la luz, para huir de la molicie de esta desapacible rutina, y llegar a ese luminoso arrecife de rocas cristalinas donde millones de sirenas varadas tienen tu rostro. He comprendido al fin que no hay nada más estéril que el corazón de un solitario, ese huésped navegando en el reloj del tiempo sin rumbo fijo. Susúrrame de nuevo eso de “Ay, amado monstruo, deja que rueden los demás por la pendiente, tú y yo sabemos que todos los maestros han muerto”.