Ven conmigo, Vikki, déjame abrazar tu piel blanca, sentémonos entre los juncos a escuchar los versos que emanan desde el lecho del río. Sintamos la paz lejos de tanta caricatura humana. Verás, no te he contado que tuve una novia a la que le sobreexcitaba practicar sexo en lugares públicos, de modo que nos poníamos a faenar en la playa, en el cine, en recintos musicales abarrotados, en portales de edificios y hasta en el confesionario de una iglesia abandonada en un pueblo fantasma cerca de Teruel. Nuestras almas estaban condenadas y aquello ya no era un lugar sagrado, más bien el símbolo de una supina decadencia sobre una alfombra de misales y cancioneros carcomidos y llenos de polvo. Nuestro amor se desnaturalizó a medida que el mundo se nos fue haciendo pequeño. Porque el mundo se convierte pronto en una cárcel que te obliga a hacer recuento de las estúpidas ceremonias cotidianas, y ves como emerge una borrosa figura en la que ya no te reconoces. Y te abraza el miedo, el hastío, y sabes que el amor no te ha hecho diferente, que el tiempo todo lo destruye dejando en la superficie pálidas llamas de fuego fatuo.