Crecí rodeado de hediondos polígonos industriales, tenía una chupa de cuero y siempre llevaba los pantalones rotos y las manos sucias. En un mugriento atardecer tu fragancia me llegó cercana y te vi sentada en una terraza de mala muerte, me fijé en tus torneadas pantorrillas y cómo con tus manos te atusabas el pelo. Estabas rodeada de un puñado de babosos canis que te miraban como si fueras la Sirena del Mississippi. Reparé bien en ti, María, cuando me dijiste: “eh, si vas para adentro ¿te importa traerme un agua con gas?”. Te respondí: “sólo si mueves el culo y nos vamos a otra parte". Sin preguntarte que hacías allí, donde se te veía tan desubicada, subiste como paquete a mi Montesa Impala 250 y llegamos al mar. En aquel momento me creí un cruce entre el Rusty James de Rumble Fish y el Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa. En un instante, nos adentramos desnudos en el mar, y entre juegos, sonrisas y caricias llegó la noche. Mientras te secaba y nos vestíamos pudimos observar la turbia belleza del extrarradio, con las luces tiritando cerca de la autopista. Tuve que confesarte que a mi temprana edad ya había compartido lecho con otras mujeres de mi barrio, pero jamás me habían acariciado unas manos como las tuyas, fue mi mayor estímulo, la mejor alternativa para mi libidinosa excitación. Tus manos de dedos largos, hidratadas, sin manchas, limpias, con las uñas perfiladas… desde entonces esta singular parafilia se convirtió en mi más lúbrica obsesión. Pronto, cada uno siguió su camino y el tiempo me regaló otros estímulos.