El cine ha tenido mucho que ver tanto en mi formación intelectual como en mi educación sentimental, no resulta arriesgado decir que una parte muy importante de lo que sé y amo se la debo al cine. Aunque no hace falta que lo subraye, me encanta el cine, un invento que nació a finales del siglo XIX como un espectáculo para la diversión, pero que pronto se convirtió en un potente y revolucionario lenguaje, en una poderosa expresión artística e incluso propagandística. Pero este artículo no pretende ser una lección histórica sobre el Séptimo Arte, sino transmitir estímulos, sensaciones, esas que se apoderan de uno cuando compra una entrada en la taquilla, se sienta en una cómoda butaca y espera que sus sentidos queden expuestos a un universo apasionante que siempre va a necesitar la implicación y a veces de la interacción del espectador, que al igual que cuando visitamos un museo, no se debe quedar en el simple visionado de la obra exhibida.
Ahora, más que nunca, las salas están cerca del espectador, y si en su momento de mayor auge la televisión no pudo acabar con el cine, tampoco las modernos artilugios tecnológicos acabarán con el más genuino y electrizante de los espectáculos, y me horroriza pensar en sobrevivir en un mundo donde no pueda comprar un disco en una tienda, un libro en una librería de barrio, tener que leerlo en un aparato y ver las películas en una tele, un móvil o en un ordenador. Además, la televisión vive desde hace décadas un matrimonio de conveniencia con el cine, que siempre ocupa un lugar estelar en las parrillas de todas las cadenas. Por supuesto, el gran desafío del cine es volver al producto de alta calidad (2013 ha sido un año muy bueno), a la excelencia, que puede convivir perfectamente con el cine comercial –que no tiene por qué estar falto de ella-, y así, existe un cine de autor o independiente que siempre nos ofrece algunas pepitas que extraer entre toneladas de barro. Animemos entonces, a pesar de la crisis- el cine es también una fastuosa industria- a los productores a asumir riesgos en proyectos que les van a reportar menos beneficios pero que a lo mejor les procuren algunas satisfacciones pasando a la posteridad: muchas películas que fueron incomprendidas en la época de sus estreno son hoy consideradas obras de culto, siendo elogiadas y proyectadas una y otra vez en cine-clubs y filmotecas.
Todas las personas inteligentes aman el cine, el cine es cultura, calidad de vida. Yo, por ejemplo, no soy un tipo serio, pero el cine es uno de los espectáculos más solemnes a los que una persona íntegra y lúcida puede acceder, ya lo dijo Truffaut “Quien ama el cine ama la vida”. A muy temprana edad convertí la asistencia al cine en algo parecido a un ritual, tanto es así que jamás se me ha ocurrido utilizar las salas de exhibición –con su perfecto microclima- para echar un sueñecito o para, premeditadamente llevar a cabo lúbricos escarceos sexuales. Si como consecuencia de mi desaforada sensibilidad hacia el sexo opuesto esto último surgía, no me quedaba más remedio que volver, en condiciones menos abrasivas, a ver la película ¡Ay de aquellas sesiones continuas!
El medio más influyente y dinámico de narración colectiva nos pide, además, que seamos críticos, no se trata de criticar por criticar para no perder el hábito, pero resulta interesante y saludable que nuestras opiniones, si están bien fundamentadas, prevalezcan más allá de cualquier otra consideración, ya que en términos orwellianos las posturas de acrítica obediencia y aceptación me llevan a pensar en amargas distopías, en la inseguridad, la sumisión y otras cosas que me asustan, y es que cuando a un autor se le obliga a transitar por caminos ya prescritos, la cultura agoniza. Aceptar lo diferente es, por supuesto, un síntoma de racionalidad y madurez, las opiniones no tienen por qué converger, la controversia es en sí necesaria, pero debemos mantener nuestra mirada limpia, demostrar una actitud abierta y un carácter democrático. Eso sí, todos estaremos de acuerdo en que la mejor forma de aprender cine es ver mucho cine.
Ahora, más que nunca, las salas están cerca del espectador, y si en su momento de mayor auge la televisión no pudo acabar con el cine, tampoco las modernos artilugios tecnológicos acabarán con el más genuino y electrizante de los espectáculos, y me horroriza pensar en sobrevivir en un mundo donde no pueda comprar un disco en una tienda, un libro en una librería de barrio, tener que leerlo en un aparato y ver las películas en una tele, un móvil o en un ordenador. Además, la televisión vive desde hace décadas un matrimonio de conveniencia con el cine, que siempre ocupa un lugar estelar en las parrillas de todas las cadenas. Por supuesto, el gran desafío del cine es volver al producto de alta calidad (2013 ha sido un año muy bueno), a la excelencia, que puede convivir perfectamente con el cine comercial –que no tiene por qué estar falto de ella-, y así, existe un cine de autor o independiente que siempre nos ofrece algunas pepitas que extraer entre toneladas de barro. Animemos entonces, a pesar de la crisis- el cine es también una fastuosa industria- a los productores a asumir riesgos en proyectos que les van a reportar menos beneficios pero que a lo mejor les procuren algunas satisfacciones pasando a la posteridad: muchas películas que fueron incomprendidas en la época de sus estreno son hoy consideradas obras de culto, siendo elogiadas y proyectadas una y otra vez en cine-clubs y filmotecas.
Todas las personas inteligentes aman el cine, el cine es cultura, calidad de vida. Yo, por ejemplo, no soy un tipo serio, pero el cine es uno de los espectáculos más solemnes a los que una persona íntegra y lúcida puede acceder, ya lo dijo Truffaut “Quien ama el cine ama la vida”. A muy temprana edad convertí la asistencia al cine en algo parecido a un ritual, tanto es así que jamás se me ha ocurrido utilizar las salas de exhibición –con su perfecto microclima- para echar un sueñecito o para, premeditadamente llevar a cabo lúbricos escarceos sexuales. Si como consecuencia de mi desaforada sensibilidad hacia el sexo opuesto esto último surgía, no me quedaba más remedio que volver, en condiciones menos abrasivas, a ver la película ¡Ay de aquellas sesiones continuas!
El medio más influyente y dinámico de narración colectiva nos pide, además, que seamos críticos, no se trata de criticar por criticar para no perder el hábito, pero resulta interesante y saludable que nuestras opiniones, si están bien fundamentadas, prevalezcan más allá de cualquier otra consideración, ya que en términos orwellianos las posturas de acrítica obediencia y aceptación me llevan a pensar en amargas distopías, en la inseguridad, la sumisión y otras cosas que me asustan, y es que cuando a un autor se le obliga a transitar por caminos ya prescritos, la cultura agoniza. Aceptar lo diferente es, por supuesto, un síntoma de racionalidad y madurez, las opiniones no tienen por qué converger, la controversia es en sí necesaria, pero debemos mantener nuestra mirada limpia, demostrar una actitud abierta y un carácter democrático. Eso sí, todos estaremos de acuerdo en que la mejor forma de aprender cine es ver mucho cine.