HIJOS DEL FRANQUISMO
En la época en que Adolfo Suárez gobernó España nunca me paré a pensar si fue o no un buen presidente, tampoco en las sensaciones que me transmitía su persona. En aquellos años durante los cuales llevó el timón del país (1976-1981) yo era demasiado joven y ni siquiera tenía edad para votar. Fueron tiempos convulsos, de plomo, de agitación política y social, en los que a mí me interesaban más otras cosas, en realidad, siempre me interesaron más otras cosas. Su figura sólo captó mi atención por dos motivos. Primero porque todo el mundo sabía que aquel gran comunicador y solvente estadista era un hijo del franquismo, no en la medida que lo había sido Carrero Blanco, por ejemplo, pero esa certeza me tuvo siempre intrigado; en segundo lugar, porque quedé absolutamente hipnotizado al observar cómo su figura se agigantaba el 23 de febrero de 1981 cuando las balas de los golpistas zumbaban a su alrededor y él, demostrando un estoicismo, una integridad y una valentía a prueba de bombas permanecía sentado. Todos los parlamentarios, salvo Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo buscaron refugio debajo de sus escaños, quedando todos perfectamente retratados. Es ese momento, radiografiado magistralmente por Javier Cercas en su “Anatomía de un instante”, lo que le convierte en un mito, ya que después comprendí que la peliaguda tarea de desmontar las férreas estructuras del franquismo fue algo que tuvo que hacer por necesidad, tal vez por azar.
Lo que nadie ha querido reconocer es que si Suárez era hijo del franquismo y nosotros hijos de Suárez, todos somos nietos del franquismo, algo que ni mucho menos convierte a nadie en desalmado. En Nuremberg sólo fueron enjuiciados y condenados los jerarcas e ideólogos del nazismo; para enjuiciar moralmente la pasividad e incluso el colaboracionismo del pueblo alemán quedaron algunos filósofos y ensayistas como Hannah Arendt. Franco murió en el hospital público La Paz a las 5`25 horas del 20 de noviembre de 1975. España no fue capaz de matar a Franco pero no tardó mucho en liquidar políticamente a Suárez, el hombre encargado de llevar a cabo la Transición política tras casi cuarenta años de dictadura, tal vez la misión más compleja, en un orden político-social, en los 500 años de historia de esta nación.
No viví conscientemente ninguna etapa del franquismo (era un niño) aunque no se me hace complejo el análisis, pues en verdad, todo se reduce al control: en la antigua Roma el pan y circo servía de entretenimiento a la plebe, pero la dictadura franquista, como cualquier otra, además de esta estrategia, utilizaba otras diferentes: la amenaza, el miedo, el control de las ideas, de los pensamientos y el adoctrinamiento ideológico ¿Cómo lo lograban? Resulta también fácil: se baja y criba el nivel educativo, se censura la información, se limita la cultura y se prohíbe cualquier medio de expresión individual. Un patrón que se ha repetido a lo largo de la historia en todas las dictaduras para laminar las libertades colectivas e individuales. Lo que no debió de ser tan fácil fue la labor de desmontar toda aquella poderosa maquinaria mientras te crecían los enemigos por todas partes.
En El Valle de los Caídos está enterrado Franco, pero con sus restos también yace la España que no fue capaz de matarlo pero sí se atrevió a matar cobardemente a Suárez, como si sólo Suárez tuviera un pasado, como si no fuéramos todos hijos y nietos de Caín, de un franquismo que dejaba acampar en las verdes praderas de la incipiente democracia a millones de cómplices en busca de una nueva biografía, un nuevo currículum, otra identidad (como aquel personaje que tras ser redactor jefe del periódico vespertino del Movimiento y el último jefe de los informativos de RTVE repartió carnés de demócratas desde el periódico El País, el diario más “progresista” del planeta). Contra Suárez conspiraron todos, su propio partido, la derecha, la izquierda y hasta el mismo rey, y no fue hasta que, recluido por una atroz enfermedad, se le concedió algún mérito. El póstumo reconocimiento a su labor, salvándole del ostracismo en el que sí caerán otros, ha sido también, en el vació de moralidad en que estamos instalados, un gesto para salvarnos a todos, porque del mismo modo que nuestra democracia es imperfecta pero sincera, la dictadura no fue un espejismo.
En 1975 Suárez era un franquista que, como todos, aspiraba a ser el mejor de los demócratas. Su lección moral fue que no intentó borrar su pasado, de la misma forma que sí lo hizo aquella España casposa que no perdió tiempo para empezar a medrar y presumir de la pureza de su sangre libertaria, el odio hacia su persona fue igual de feroz desde la izquierda que desde la derecha, pero yo recuerdo su inquebrantable dignidad, el impactante momento en que se quedó impasible, sentado en su escaño, cuando un grupo de paranoicos fantoches querían meter al país en la máquina del tiempo y devolverlo al Año de la Victoria. Y recuerdo el peluquín de Carrillo, la llegada de Dolores Ibárruri y Rafael Alberti, el “Ja sóc aquí” del honorable Tarradellas, fantasmas del pasado que volvían para ayudar a cambiar las sábanas de un lecho todavía caliente en donde, íncubos, súcubos y sátrapas, habían retozado sin pudor con la bestia.
En la época en que Adolfo Suárez gobernó España nunca me paré a pensar si fue o no un buen presidente, tampoco en las sensaciones que me transmitía su persona. En aquellos años durante los cuales llevó el timón del país (1976-1981) yo era demasiado joven y ni siquiera tenía edad para votar. Fueron tiempos convulsos, de plomo, de agitación política y social, en los que a mí me interesaban más otras cosas, en realidad, siempre me interesaron más otras cosas. Su figura sólo captó mi atención por dos motivos. Primero porque todo el mundo sabía que aquel gran comunicador y solvente estadista era un hijo del franquismo, no en la medida que lo había sido Carrero Blanco, por ejemplo, pero esa certeza me tuvo siempre intrigado; en segundo lugar, porque quedé absolutamente hipnotizado al observar cómo su figura se agigantaba el 23 de febrero de 1981 cuando las balas de los golpistas zumbaban a su alrededor y él, demostrando un estoicismo, una integridad y una valentía a prueba de bombas permanecía sentado. Todos los parlamentarios, salvo Suárez, Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo buscaron refugio debajo de sus escaños, quedando todos perfectamente retratados. Es ese momento, radiografiado magistralmente por Javier Cercas en su “Anatomía de un instante”, lo que le convierte en un mito, ya que después comprendí que la peliaguda tarea de desmontar las férreas estructuras del franquismo fue algo que tuvo que hacer por necesidad, tal vez por azar.
Lo que nadie ha querido reconocer es que si Suárez era hijo del franquismo y nosotros hijos de Suárez, todos somos nietos del franquismo, algo que ni mucho menos convierte a nadie en desalmado. En Nuremberg sólo fueron enjuiciados y condenados los jerarcas e ideólogos del nazismo; para enjuiciar moralmente la pasividad e incluso el colaboracionismo del pueblo alemán quedaron algunos filósofos y ensayistas como Hannah Arendt. Franco murió en el hospital público La Paz a las 5`25 horas del 20 de noviembre de 1975. España no fue capaz de matar a Franco pero no tardó mucho en liquidar políticamente a Suárez, el hombre encargado de llevar a cabo la Transición política tras casi cuarenta años de dictadura, tal vez la misión más compleja, en un orden político-social, en los 500 años de historia de esta nación.
No viví conscientemente ninguna etapa del franquismo (era un niño) aunque no se me hace complejo el análisis, pues en verdad, todo se reduce al control: en la antigua Roma el pan y circo servía de entretenimiento a la plebe, pero la dictadura franquista, como cualquier otra, además de esta estrategia, utilizaba otras diferentes: la amenaza, el miedo, el control de las ideas, de los pensamientos y el adoctrinamiento ideológico ¿Cómo lo lograban? Resulta también fácil: se baja y criba el nivel educativo, se censura la información, se limita la cultura y se prohíbe cualquier medio de expresión individual. Un patrón que se ha repetido a lo largo de la historia en todas las dictaduras para laminar las libertades colectivas e individuales. Lo que no debió de ser tan fácil fue la labor de desmontar toda aquella poderosa maquinaria mientras te crecían los enemigos por todas partes.
En El Valle de los Caídos está enterrado Franco, pero con sus restos también yace la España que no fue capaz de matarlo pero sí se atrevió a matar cobardemente a Suárez, como si sólo Suárez tuviera un pasado, como si no fuéramos todos hijos y nietos de Caín, de un franquismo que dejaba acampar en las verdes praderas de la incipiente democracia a millones de cómplices en busca de una nueva biografía, un nuevo currículum, otra identidad (como aquel personaje que tras ser redactor jefe del periódico vespertino del Movimiento y el último jefe de los informativos de RTVE repartió carnés de demócratas desde el periódico El País, el diario más “progresista” del planeta). Contra Suárez conspiraron todos, su propio partido, la derecha, la izquierda y hasta el mismo rey, y no fue hasta que, recluido por una atroz enfermedad, se le concedió algún mérito. El póstumo reconocimiento a su labor, salvándole del ostracismo en el que sí caerán otros, ha sido también, en el vació de moralidad en que estamos instalados, un gesto para salvarnos a todos, porque del mismo modo que nuestra democracia es imperfecta pero sincera, la dictadura no fue un espejismo.
En 1975 Suárez era un franquista que, como todos, aspiraba a ser el mejor de los demócratas. Su lección moral fue que no intentó borrar su pasado, de la misma forma que sí lo hizo aquella España casposa que no perdió tiempo para empezar a medrar y presumir de la pureza de su sangre libertaria, el odio hacia su persona fue igual de feroz desde la izquierda que desde la derecha, pero yo recuerdo su inquebrantable dignidad, el impactante momento en que se quedó impasible, sentado en su escaño, cuando un grupo de paranoicos fantoches querían meter al país en la máquina del tiempo y devolverlo al Año de la Victoria. Y recuerdo el peluquín de Carrillo, la llegada de Dolores Ibárruri y Rafael Alberti, el “Ja sóc aquí” del honorable Tarradellas, fantasmas del pasado que volvían para ayudar a cambiar las sábanas de un lecho todavía caliente en donde, íncubos, súcubos y sátrapas, habían retozado sin pudor con la bestia.