Luz ahora: 0,10180 €/kWh

LA HABA: Muy bien Paco ese relato que has contado. Ha todos...

Bien, a continuación os transcribo el relato que presenté a: 1ª Edición de relatos cortos de La Haba.
El tema debía versar sobre una historia que se desarrollara en nuestra localidad, intenté usar un lenguaje llano, sencillo y que llegara a todo el mundo, independientemente de su edad, para ello cogí de referencia al maestro (para mí) de la prosa castellana, Miguel Delibes, y empecé a intercalar en el relato tiempos vividos y tiempos presentes sobre una temática que los jabeños hemos padecido como un puñal: la emigración. No me enrollo más, espero que os guste, saludos.

Erase una vez.........
así empiezan la mayoría de historias de la niñez y como esta es una de ellas, pues así debe comenzar.
Nuestro protagonista se llama Juan, Juan vivía en la calle Calvario y desde su casa, por las traseras, gozaba de una vista estupenda del pueblo, si levantaba la vista, veia la Sierra de Magacela con sus tres picos y el castillo con el pueblo al fondo del todo, cuando lo contemplaba en las mañanas invernales de niebla, parecía que el castillo flotaba entre las nubes, como las casas de las hadas, si volvìa la vista hacia la izquierda veía la vecina localidad de Villanueva y al mirar a la derecha surgìa el horizonte descubierto en dirección a Quintana.
El silencio había caído sobre el pueblo y solo algún ladrido perdido rasgaba la noche, Juan, tumbado boca arriba en la desvencijada cama de lana miraba el techo de palos y cañas, la escena estaba iluminada por la mortecina luz de ñla luna, las làgrimas rodaban por sus mejillas y su cabeza era un torrente de recuerdos. La falta de trabajo y la necesidad obligaban y él, con sus veintitres años recièn cumplidos, se creía en la obligación de marchar lejos en pos del necesario empleo.

Desde que supo que su solicitud de empleo fué aprobada, su corazón y su cabeza marchaban por caminos distintos.

Recordaba cuando contaba con siete u ocho años, siempre en compañia de su inseparable amigo Juanlu, como recorrian el pueblo y sus alrededores a lomos de su bicicleta BH roja, aquellos delicioso paseos hasta la Sierra Magacela, llegando al Vergel y cogiendo el laurel, luego lo metian dentro de una bolsa que colgaban del manillar de su caballito de hierro, y lo paseaban por todo el pueblo como el más preciado de los trofeos. O aquellas tardes de verano, a partir de las seis, (antes no te permitían salir de casa, las marimantas y los sacasebos pululaban por las calles buscando niños que llevarse a la boca) cuando iban hasta la fuentecilla, donde un charcòn servìa de improvisada piscina donde chapoteaban y nadaban estilo perro hasta la anochecida, eso sí, luego tenían que desprenderse las sanguijuelas con la punta de la navajilla.

El reloj de la torre dió tres campanadas avisando del avance de la noche y la proximidad del amanecer, un amanecer que Juan no deseaba, como no lo desean los sentenciados a muerte, el nuevo día sería de los más tristes de su aùn corta vida.

Por su mente pasaban esos partidos de frontón en el paseo de detràs de la iglesia, golpeando la pelota contra la puerta trasera del templo, y usando como raquetas unas tablas de aglomerado triangulares que cogían de la cercana carpintería de Antonio y Claudio. O como aquella vez que al intentar un derechazo, la raqueta escapó de sus manos y fué a impactar contra la frente de Angel provocàndole una herida abierta que bien parecía que tenía otros labios en la testuz.

Los perros asustados seguían ladrándole a la noche, Juan escuchaba el suave ronquido de su madre en la habitación de al lado, desde que murió padre ella era la única familia que tenía y sabía que su marcha era un durísimo golpe para ella,..... pero él debía construir su nido, volar solo y echar raices propias.

Añoraba cuando llegaba por las tardes de la escuela de la Plaza de arriba y su madre le tenía preparada la merendilla, unos días pàn con aceite y azucar, otras tardes mortadela de lata y otras veces, las menos, le daba un duro para que comprara dos jìcaras de chocolate en el comercio de "la Aurora", ¡ahora mismo le parecía sentir en su boca el sabor fuerte dulzón del aceite cón azucar!.

Serían las seis de la mañana cuando las golondrinas empezaron a piar y a volar rozabdo el suelo de las calles, presagio de las primeras luces del Alba, pronto, los arados con sus pequeñas ruedas de hierro tirados por las yuntas de mulas o por las burras solitarias, atronarían el silencio de la amanecida y el pueblo empezaría su triste despertar.

Y aquella vez que Juanlu se rompió la piernaintentando coger un lagarto encima de un peñasco, allá en el Montecillo, la Mori ladraba como una condenada y el pobre se retorcía de dolor en el suelo. La BH sirvió de improvisada ambulancia para traer al herido al pueblo, La pena fué que coincidió con la feria y el rodeo de ese año no lo disfrutaron como siempre, con las malditas muletas la movilidad era reducida y la mitad de las bestias y los tratos de gitanos y merchanes ni los olieron, y además sin montar en los cacharritos, ¡bah!, mala feria tuvieron ese año.

Ya la madre llevaba bastante tiempo trajinando por casa cuando Juan decidió levantarse, la cara de la mujer era el vivo retrato de la pena y los suspiros se sucedían cada poco tiempo. Nuestro protagonista se lavó cón agua salobre del pozo y se sentó a la mesa donde la madre le tenía preparado un tazón de porcelana de café con leche y unas "pringás". Cuando estaba terminando, el claxon de un coche sonò en la puerta, era Paco el taxista, que acudía, como acordaron, para trasladarlo a la estación de tren de la vecina localidad de Villanueva.

Recordaba que las campanas sonaban distintas esa tarde, más alegres, más contentas, en el aire se respiraba la fiesta, la algarabía, todo el pueblo bullía y las gentes con sus trajes de estreno se dirigían a la Plaza de la Salve para recibir a la Virgen, ¡era el 13 de Agosto!, el primer día de Velá, por delante tenían tres días más de fiesta, los mozos irían a los matinees, todo el mundo estrenaría algo nuevo, ropa, zapatos, la procesión del día 15 sería multitudinaria, fuegos artificiales, cohetes, cacharritos y un montón de cosas que rompian la monotonía del día a día.

Juan bajó del taxi en la estación de Villanueva, Paco le ayudó con la vieja maleta de cartón piedra asegurada cón un cinturón, pagó y chocó la mano del taxista con angustia y un nudo en la garganta, era como si aquella mano fuera lo ùltimo que le unía con su pueblo, con aquel apretón se despedía de su vida anterior y encaraba el incierto futuro lejos de los suyos, de su tierra, de su gente y partiría en pos del ansiado porvenir.

Cuando arrancó el tren, su mirada borrosa por las làgrimas, miró a lo lejos en dirección a su pueblo y en sus labios brotó la promesa de volver.

Muy bien Paco ese relato que has contado. Ha todos los que hemos emigrado nos ha pasado. que bien lo has escrito. Cuando saliamos del pueblo mirabamos hacia atras hasta que se perdia. Con lagrimas en los ojos. un abrazo para todos/as