(Hoy miércoles a 21 de mayo de 2014, cuando sean las once y tres minutos de la noche, se cumplen 66 años de este inexplicable crimen: el hecho ocurrido, los lugares y calles que se citan, los nombres que se significan y las sensaciones que trato de describir a continuación, son absolutamente reales: sólo, solo, el móvil por el que se perpetró el asesinato….., sigue siendo un misterio).
TÍA CASIMIRA, relato imaginario sobre un crimen real (I de V).
Ajena a su irremediable destino, tía Casimira atrancó la puerta con el mismo desdén que lo hacía siempre. Encendió una mariposa sobre el aceite y, con la palmatoria en la mano, avanzó sobre sus trémulas piernecillas hasta alcanzar el catre donde se acostó vestida, tal era su cansancio. Mirando al cañizo del techo le vino a la memoria un mal presagio, pero pudo más el sueño y se quedó dormida sin dar tiempo a la pesadumbre.
La Haba, mientras tanto, era un mar de tranquilidad y silencio. Sus gentes se disponían al descanso y sólo las tabernas conservaban algún rescoldo del bullicio propio de los bebedores. Cinco guardias civiles y tres municipales componían la fuerza de autoridad disponible, y, dada la mansedumbre urbana, realmente sobraba toda ella: tan era así, que los agentes en sus rondas de servicio se dedicaban, como cualquier vecino, a chatear de taberna en taberna y mantenían el orden -más que por el uniforme- por la camaradería y el verbo que afloran con el vino.
. La noche del veintiuno de mayo de 1948 fue viernes; Ramón Martín venía a recogerse cuando sonaron las once en el reloj de la iglesia que entonces funcionaba con precisa puntualidad. Se había despedido de su novia minutos antes en el Altozano y, bajando por la Virgen del Carmen, encaró la calle Cantarranas cuando todavía podía percibirse algún atisbo de luz a través de los entrañables postigos. Poco antes tuvo que ser, cuando dos mujeres rigurosamente enlutadas habían cubierto el trecho que va desde la parte alta de la calle Dos Pozos hasta la calleja que une el Arroyo del Campo a la calle Cantarrana, su fatal destino. El recorrido lo hicieron atajando por el Puente de la Elena y, si hemos de creer a quien dijo verlas desde “el rincón del Motor”, su caminar era rápido y su respiración agitada. De cómo persuadieron a la indefensa Casimira para que les franqueara la entrada, sólo ellas lo supieron; lo cierto es que ya estaban dentro cuando Ramón, entre temeroso y expectante, se acercó a la puerta fatalmente atraído por unos gritos cuyo eco le iban a acompañar el resto de sus días.
- ¡Chascho, chascho!- se dijo en voz alta.
Y ya para sus adentros, añadió: “esos chillíos son como los de un cochino en la mesa de matar””. Miró por aquella rendija y durante unos momentos, en los que se sintió aturdido, fue testigo solitario de unos hechos tan tenebrosos que ni la más horrible de sus pesadillas podría haberle abocado a los abismos en que le sumió aquella visión. Y en esto que, tras la puerta, desapareció la precaria luz que le había permitido percibirla y, luego de escuchar varios estertores, se hizo un silencio que no nos está dado describir; fueron unos instantes, pero lo suficientemente intensos como para que sus tripas le delataran al recoger todos los mensajes cifrados que irradian las desgracias: y se lo hizo encima. Ajeno al transcurrir del tiempo y perdida la compostura, sin saber cómo, se vio rodeado de gente y apuntalado por dos guardias.
- ¡Acérquenlo a su casa!, que se limpie y vuelva aquí inmediatamente – dijo el jefe de los municipales en un tono que podía entenderse como un ruego o como una orden.
…/…. continuará mañana.
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TÍA CASIMIRA, relato imaginario sobre un crimen real (I de V).
Ajena a su irremediable destino, tía Casimira atrancó la puerta con el mismo desdén que lo hacía siempre. Encendió una mariposa sobre el aceite y, con la palmatoria en la mano, avanzó sobre sus trémulas piernecillas hasta alcanzar el catre donde se acostó vestida, tal era su cansancio. Mirando al cañizo del techo le vino a la memoria un mal presagio, pero pudo más el sueño y se quedó dormida sin dar tiempo a la pesadumbre.
La Haba, mientras tanto, era un mar de tranquilidad y silencio. Sus gentes se disponían al descanso y sólo las tabernas conservaban algún rescoldo del bullicio propio de los bebedores. Cinco guardias civiles y tres municipales componían la fuerza de autoridad disponible, y, dada la mansedumbre urbana, realmente sobraba toda ella: tan era así, que los agentes en sus rondas de servicio se dedicaban, como cualquier vecino, a chatear de taberna en taberna y mantenían el orden -más que por el uniforme- por la camaradería y el verbo que afloran con el vino.
. La noche del veintiuno de mayo de 1948 fue viernes; Ramón Martín venía a recogerse cuando sonaron las once en el reloj de la iglesia que entonces funcionaba con precisa puntualidad. Se había despedido de su novia minutos antes en el Altozano y, bajando por la Virgen del Carmen, encaró la calle Cantarranas cuando todavía podía percibirse algún atisbo de luz a través de los entrañables postigos. Poco antes tuvo que ser, cuando dos mujeres rigurosamente enlutadas habían cubierto el trecho que va desde la parte alta de la calle Dos Pozos hasta la calleja que une el Arroyo del Campo a la calle Cantarrana, su fatal destino. El recorrido lo hicieron atajando por el Puente de la Elena y, si hemos de creer a quien dijo verlas desde “el rincón del Motor”, su caminar era rápido y su respiración agitada. De cómo persuadieron a la indefensa Casimira para que les franqueara la entrada, sólo ellas lo supieron; lo cierto es que ya estaban dentro cuando Ramón, entre temeroso y expectante, se acercó a la puerta fatalmente atraído por unos gritos cuyo eco le iban a acompañar el resto de sus días.
- ¡Chascho, chascho!- se dijo en voz alta.
Y ya para sus adentros, añadió: “esos chillíos son como los de un cochino en la mesa de matar””. Miró por aquella rendija y durante unos momentos, en los que se sintió aturdido, fue testigo solitario de unos hechos tan tenebrosos que ni la más horrible de sus pesadillas podría haberle abocado a los abismos en que le sumió aquella visión. Y en esto que, tras la puerta, desapareció la precaria luz que le había permitido percibirla y, luego de escuchar varios estertores, se hizo un silencio que no nos está dado describir; fueron unos instantes, pero lo suficientemente intensos como para que sus tripas le delataran al recoger todos los mensajes cifrados que irradian las desgracias: y se lo hizo encima. Ajeno al transcurrir del tiempo y perdida la compostura, sin saber cómo, se vio rodeado de gente y apuntalado por dos guardias.
- ¡Acérquenlo a su casa!, que se limpie y vuelva aquí inmediatamente – dijo el jefe de los municipales en un tono que podía entenderse como un ruego o como una orden.
…/…. continuará mañana.
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TÍA CASIMIRA, relato imaginario sobre un crimen real, (II de V)
La puerta permanecía cerrada. Y por tanto, todavía nadie podía afirmar nada de lo acontecido. No obstante la incertidumbre, el rumor viajó a la velocidad de la luz por todo el pueblo. Un pueblo en el que desde los “paseos” de la posguerra no acontecía nada digno de mención y estaba ávido, casi necesitado, de un aldabonazo que quebrara ésa atonía insufrible que corona el aburrimiento. Ramón, ya limpio aunque descompuesto, en medio de los uniformados, parecía más un reo que un testigo. El gentío aumentaba y cada vez más mostraba su inquietud e impaciencia por constatar el mal presagio que le embargaba. Un grupo de vecinos –formado por los más beligerantes y liderados por un albañil- propusieron tirar la puerta a empujones, por lo que los guardias hubieron de emplearse para neutralizar la anárquica intentona.
-Por favor, ¡hagan algo!, gritó una joven llorosa.
La petición venía de Engracia, la hija de Casimira, quien –desvalida- no acertaba a comprender cómo nadie le alentaba con la más mínima esperanza al verificar, reiteradamente, que sólo recibía pésames encubiertos y sutiles condolencias por algo que, pudiendo ser terrible, sólo era realidad en la mente colectiva de sus paisanos: era un simple rumor, porque la puerta seguía aún cerrada. Por un momento, pensó en que todo fuera una pesadilla colectiva y que su madre, abriendo el postigo, alarmada por tanta algarabía, iba a terminar apareciendo sana y salva para reprocharles que a cuento de qué venía tanto alboroto. Y en esto que llegaron, por fin, Manuel y Antonio José, a quienes más que como hermanos los recibió como aliados:
-“Todo el mundo la da por muerta” -les dijo llorando a lágrima viva-, “y si no está muerta, todos la quieren así”, añadió con voz entrecortada.
Casi a la par, con el cabo Antonio Moreno al frente, apareció toda la Guardia Civil: como un caudaloso río de aguas verdes, se abrió paso entre la muchedumbre posicionándose ante aquella puerta desde donde el jefe reclamó la presencia urgente del testigo. Y Ramón, enredado en fútiles pensamientos se preguntaba qué sería lo más adecuado, si tutear al cabo –como solía hacer en las tabernas- o mostrarle respeto con el usted por delante. Sin embargo, quizá alucinado por la solemnidad del momento y verse próximo a él, le espetó una intempestiva y sorprendente expresión militar:
- ¡A sus órdenes!-, dijo.
Y alguno de los presentes, no pudo reprimir alguna que otra carcajada ante esta inesperada marcialidad.
-No pienso darte ninguna orden, Ramón – le respondió jocosamente el cabo-. Sólo quiero que me digas cuál es la rendija por la que viste lo que has contado a los municipales.
Y en su mente se editaron súbitamente aquellas dos imágenes negras, sus oídos recogieron –ya muy lejanos- los gritos de la indefensa anciana, y, como en una aparición diabólica, revivió el convulso y violento amasijo de brazos y piernas cuando se oficiaba el crimen y la mirada –indescriptible- que dirigió a la rendija de la puerta una de las asesinas cuando él sin pretenderlo se convertía en actor pasivo de aquel infernal drama al que todo el pueblo asistiría como figurante. Atribuladamente le confesó al cabo lo que sus ojos y su mente vieron en tan pocos segundos, hasta que desapareció la luz.
-Por la rendija más grande –contestó señalándola con el dedo.
…/… continuará mañana.
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La puerta permanecía cerrada. Y por tanto, todavía nadie podía afirmar nada de lo acontecido. No obstante la incertidumbre, el rumor viajó a la velocidad de la luz por todo el pueblo. Un pueblo en el que desde los “paseos” de la posguerra no acontecía nada digno de mención y estaba ávido, casi necesitado, de un aldabonazo que quebrara ésa atonía insufrible que corona el aburrimiento. Ramón, ya limpio aunque descompuesto, en medio de los uniformados, parecía más un reo que un testigo. El gentío aumentaba y cada vez más mostraba su inquietud e impaciencia por constatar el mal presagio que le embargaba. Un grupo de vecinos –formado por los más beligerantes y liderados por un albañil- propusieron tirar la puerta a empujones, por lo que los guardias hubieron de emplearse para neutralizar la anárquica intentona.
-Por favor, ¡hagan algo!, gritó una joven llorosa.
La petición venía de Engracia, la hija de Casimira, quien –desvalida- no acertaba a comprender cómo nadie le alentaba con la más mínima esperanza al verificar, reiteradamente, que sólo recibía pésames encubiertos y sutiles condolencias por algo que, pudiendo ser terrible, sólo era realidad en la mente colectiva de sus paisanos: era un simple rumor, porque la puerta seguía aún cerrada. Por un momento, pensó en que todo fuera una pesadilla colectiva y que su madre, abriendo el postigo, alarmada por tanta algarabía, iba a terminar apareciendo sana y salva para reprocharles que a cuento de qué venía tanto alboroto. Y en esto que llegaron, por fin, Manuel y Antonio José, a quienes más que como hermanos los recibió como aliados:
-“Todo el mundo la da por muerta” -les dijo llorando a lágrima viva-, “y si no está muerta, todos la quieren así”, añadió con voz entrecortada.
Casi a la par, con el cabo Antonio Moreno al frente, apareció toda la Guardia Civil: como un caudaloso río de aguas verdes, se abrió paso entre la muchedumbre posicionándose ante aquella puerta desde donde el jefe reclamó la presencia urgente del testigo. Y Ramón, enredado en fútiles pensamientos se preguntaba qué sería lo más adecuado, si tutear al cabo –como solía hacer en las tabernas- o mostrarle respeto con el usted por delante. Sin embargo, quizá alucinado por la solemnidad del momento y verse próximo a él, le espetó una intempestiva y sorprendente expresión militar:
- ¡A sus órdenes!-, dijo.
Y alguno de los presentes, no pudo reprimir alguna que otra carcajada ante esta inesperada marcialidad.
-No pienso darte ninguna orden, Ramón – le respondió jocosamente el cabo-. Sólo quiero que me digas cuál es la rendija por la que viste lo que has contado a los municipales.
Y en su mente se editaron súbitamente aquellas dos imágenes negras, sus oídos recogieron –ya muy lejanos- los gritos de la indefensa anciana, y, como en una aparición diabólica, revivió el convulso y violento amasijo de brazos y piernas cuando se oficiaba el crimen y la mirada –indescriptible- que dirigió a la rendija de la puerta una de las asesinas cuando él sin pretenderlo se convertía en actor pasivo de aquel infernal drama al que todo el pueblo asistiría como figurante. Atribuladamente le confesó al cabo lo que sus ojos y su mente vieron en tan pocos segundos, hasta que desapareció la luz.
-Por la rendija más grande –contestó señalándola con el dedo.
…/… continuará mañana.
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