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Este artículo está dedicado a todas las personas que me piden insistentemente que siga exponiendo mis reflexiones en este foro, intentaré satisfacerles de vez en cuando aunque ahora tengo algunos compromisos que me son ineludibles. Gracias a todos por los elogios y vuestro sincero interés.

¿TRUCO O TRATO? EN UNA MANO ESCONDO LA DERROTA Y EN LA OTRA LA RENDICIÓN
Hubo un tiempo en nuestro país (la Transición y las primeras elecciones democráticas) en el que mucha gente vivía con la ilusión de haber participado en el Mayo del 68 francés. A mí esto me hacía mucha gracia, pues la mentira en sí era demasiado pueril, sus miradas proyectaban el reflejo de su triste descalabro y el origen de sus complejos no necesitaba ser descifrado por Freud. Aquella juventud española de los 60 –bajo el abrigo de felpa del régimen- se buscaron bien la vida individualmente, los unos estudiando y los otros levantando hoteles en la costa, pero su fracaso colectivo fue estrepitoso, a diferencia del Mayo del 68 francés, que aunque fracasó como revolución, transformó la sociedad francesa y, de paso, las occidentales. Asuntos tan importantes como la mejora del salario obrero, el reconocimiento de los derechos de la mujer, la liberalización cultural, la flexibilidad en la educación y la mejora de servicios sociales, cristalizaron en la sociedad, para ello tuvieron que unir fuerzas los universitarios y los trabajadores, dando lugar a la mayor huelga occidental, secundada por nueve millones de personas.

Pero si me traslado a cualquier ciudad de provincias española de aquella época (puedo hacerlo, a pesar de en aquella década yo todavía me comía los mocos) lo que observo es un ajetreo de vidas insustanciales, un trajín de tunas, coros y danzas, alféreces provisionales y excombatientes, de curas con la sotana raída y monjas con bigotes, un tiempo de silencio, de Doña Francisquita y Luisa Fernanda, de viajes al Valle de los Caídos, de guateques en donde se bailaba la yenka y la chica ye-ye, y lo que me llega es un olor mohoso, a misales acartonados y rancios cancioneros, un aroma a cera derretida, a bar Manolo con una alfombra de cáscaras de avellana y altramuces, a piedra gastada y madera podrida. Puedo imaginarme, eso sí, las inquietudes de aquellos jóvenes que soñaban con la cultura y el fantasma de la libertad que comenzaba a deambular por Europa después de una larga, gris y penosa posguerra. En el viejo continente, los cambios comenzaban a ser profundos y decisivos en un contexto económico (progresiva e imparable industrialización, mejora de las condiciones laborales y los salarios), político (asentamiento eficaz de las democracias parlamentarias), cultural (el empuje de los movimientos contraculturales y undergrounds), todo caracterizado por un masivo éxodo rural y la expansión de la sociedad de consumo.

Tal vez, ya no nos cueste tanto reconocerlo, pero si algo caracterizó a la juventud española de aquella época fue el inmovilismo y la claudicación en la búsqueda de la ansiada libertad. Fallaron, puede que obligados por un entorno asfixiante y el miedo en unas circunstancias siniestras, se dejaron arrastrar hacia las posiciones más cómodas hasta encontrar su lugar en el sol, viviendo con la única preocupación de no tener preocupaciones. Más tarde, muchos de ellos comprendieron que la vida facilona que habían elegido, tan modélica y de aparente felicidad, sólo escondía un vacío sideral, vanas ilusiones cotidianas para sobrevivir en el engaño con el que intentar alejarse de la molicie y el letal hastío. ¿Truco o trato? En una mano escondo la derrota y en la otra la rendición.