CUANDO EL RÍO SUENA… ES QUE SE ESTÁ AHOGANDO ALGÚN MÚSICO
Han pasado ya unos meses desde que escribí una serie de artículos sobra la cuestión independentista catalana y los problemas que se podrían derivar de ese tremebundo órdago. En ellos afirmaba conocer mejor la historia de Cataluña que la mayoría de los catalanes, algo en lo que insisto, y desarrollaba la tesis de que el negocio separatista no se debía de ningún modo al misticismo, al arraigo emocional o al sentimiento de pertenencia a una identidad (asuntos que, personalmente, me dan mucha grima), entre otras cosas porque Cataluña ha sido siempre, de entre todos los pueblos que conforman esta vasta piel de toro, la comunidad más cosmopolita, bohemia, vanguardista y universal. No hacía falta que el río sonara para que yo me diera cuenta de que se estaba ahogando algún músico. En esos artículos (uno de ellos creo que lo titulé “Cataluña, la emoción del dinero”), creo que dejé meridianamente claro que era algo mucho más prosaico, la pasta y el poder en su más perversa dimensión, lo que movía a aquellos atribulados y vulgares políticos catalanes a propagar la absurda creencia del “Derecho a decidir”.
El músico que se estaba ahogando se llama Jordi Pujol, un tipo al que tuve que soportar durante ocho años (1980-1988), observando cómo su dominio político extendía sus enormes tentáculos y hacía cualquier ambiente irrespirable. Una enorme tristeza fue comprobar cómo hasta la izquierda, tras el fracaso de borrar del mapa al Molt Honorable por el caso Banca Catalana, se rindió al supuesto positivismo de la normalización lingüística y al tufo nacionalista que como un gas narcotizante lo anestesiaba todo. Lo mismo ocurrió con la prensa, amenazada por las empresas y las subvenciones y en postura de humillante genuflexión ante ese grotesco representante de la burguesía rural catalana que soñaba con implantar un régimen lo mismo que un niño sueña con parecerse a Messi. Es cierto que el papel de los socialistas fue asombrosamente pusilánime e ignominioso en su desesperado intento porque Maragall se alzara con el cetro, y de ahí su seguidismo y bochornoso silencio.
El nacionalismo no es sólo un error, en demasiadas ocasiones también es un crimen. Y es ahora, cuando el mito cae a los pies de los caballos y la vergüenza de la corrupción hace imposible que la senyera sirva de capa para envolver la honradez y la inocencia, que todos se prestan a hacer leña del árbol caído enumerando uno a uno pecados que son delitos: recalificaciones de terrenos, concesiones y adjudicaciones de obra a cambio de sustanciosas comisiones y una fortuna de 1.800 millones de euros en paraísos fiscales de Europa, América y Asia acumulados durante 34 años. Por supuesto lo peor del escándalo no es esa insultante cantidad de dinero procedente de las más variadas acciones delictivas, lo verdaderamente sombrío es la mancha indeleble que deja en la conciencia nacionalista que, como el manchurrón de semen en el vestido de Monica Lewinski, puede ser exhibida para sonrojo de todos aquellos millones de catalanes que siempre identificaron al “payés burgués” con Cataluña, provocando un sentimiento de aversión hacia ellos mismos, de corrosión interna.
Sólo desde el miedo se puede entender el proceso catatónico en el que ha vivido Cataluña en las últimas décadas abonándose a una gran mentira. Porque aquí todos nos creemos muy valientes y toreros, pero España es un país de cobardes, así observamos que en toda ciudad o pueblo hay un reyezuelo que con la legitimidad que le dan las urnas de esta democracia impostada, intenta echar tierra sobre la historia o reinterpretarla como si existiera la posibilidad de construir un futuro sin tener en cuenta el pasado, que cambia arbitrariamente los nombres de las calles para imponer otros más estúpidos sin buscar la concordia y el consenso de sus vecinos, que inscribe su nombre en las obras públicas que sufragamos todos con nuestros impuestos y de las que ellos se llevan una jugosa comisión, y que reparten el escaso trabajo lo mismo que los proxenetas colocan a sus putas en las esquinas. El único problema de toda esta gente es que respiran, y derivados de ese hándicap insalvable llegan los demás problemas. Hay quien me dice que pronto el río sonará fuerte porque dentro de poco habrá toda una orquesta como la del Titanic ahogándose en el río.
Pero yo sé que detrás de un muro siempre hay otro muro, y una vez que el cadáver de Convergencia ha quedado el camino expedito a ERC y el conglomerado de partidos que apoyan su disparatada propuesta, a Oriol Junqueras no le temblará la mano para proclamar la República Independiente de Catalunya, y el gobierno no tendrá otra opción que suspender la autonomía. Un clímax que me recuerda el final de una magnífica película titulada “Un día de Furia”, en la que Michael Douglas es un tipo corriente que abandona su coche en un atasco y se verá obligado a deambular por las áreas más deprimidas y peligrosas de Los Ángeles, en donde constantemente se sentirá agredido y humillado, por lo que no le queda más remedio que defenderse atacando dejando un reguero de fiambres a su paso. Finalmente, acorralado por la policía, un detective le pide que se entregue. Sin entender muy bien por qué y con cara de asombro, Douglas lanza la pregunta retórica ¿y yo soy el malo? Cruel metáfora del destino.
Han pasado ya unos meses desde que escribí una serie de artículos sobra la cuestión independentista catalana y los problemas que se podrían derivar de ese tremebundo órdago. En ellos afirmaba conocer mejor la historia de Cataluña que la mayoría de los catalanes, algo en lo que insisto, y desarrollaba la tesis de que el negocio separatista no se debía de ningún modo al misticismo, al arraigo emocional o al sentimiento de pertenencia a una identidad (asuntos que, personalmente, me dan mucha grima), entre otras cosas porque Cataluña ha sido siempre, de entre todos los pueblos que conforman esta vasta piel de toro, la comunidad más cosmopolita, bohemia, vanguardista y universal. No hacía falta que el río sonara para que yo me diera cuenta de que se estaba ahogando algún músico. En esos artículos (uno de ellos creo que lo titulé “Cataluña, la emoción del dinero”), creo que dejé meridianamente claro que era algo mucho más prosaico, la pasta y el poder en su más perversa dimensión, lo que movía a aquellos atribulados y vulgares políticos catalanes a propagar la absurda creencia del “Derecho a decidir”.
El músico que se estaba ahogando se llama Jordi Pujol, un tipo al que tuve que soportar durante ocho años (1980-1988), observando cómo su dominio político extendía sus enormes tentáculos y hacía cualquier ambiente irrespirable. Una enorme tristeza fue comprobar cómo hasta la izquierda, tras el fracaso de borrar del mapa al Molt Honorable por el caso Banca Catalana, se rindió al supuesto positivismo de la normalización lingüística y al tufo nacionalista que como un gas narcotizante lo anestesiaba todo. Lo mismo ocurrió con la prensa, amenazada por las empresas y las subvenciones y en postura de humillante genuflexión ante ese grotesco representante de la burguesía rural catalana que soñaba con implantar un régimen lo mismo que un niño sueña con parecerse a Messi. Es cierto que el papel de los socialistas fue asombrosamente pusilánime e ignominioso en su desesperado intento porque Maragall se alzara con el cetro, y de ahí su seguidismo y bochornoso silencio.
El nacionalismo no es sólo un error, en demasiadas ocasiones también es un crimen. Y es ahora, cuando el mito cae a los pies de los caballos y la vergüenza de la corrupción hace imposible que la senyera sirva de capa para envolver la honradez y la inocencia, que todos se prestan a hacer leña del árbol caído enumerando uno a uno pecados que son delitos: recalificaciones de terrenos, concesiones y adjudicaciones de obra a cambio de sustanciosas comisiones y una fortuna de 1.800 millones de euros en paraísos fiscales de Europa, América y Asia acumulados durante 34 años. Por supuesto lo peor del escándalo no es esa insultante cantidad de dinero procedente de las más variadas acciones delictivas, lo verdaderamente sombrío es la mancha indeleble que deja en la conciencia nacionalista que, como el manchurrón de semen en el vestido de Monica Lewinski, puede ser exhibida para sonrojo de todos aquellos millones de catalanes que siempre identificaron al “payés burgués” con Cataluña, provocando un sentimiento de aversión hacia ellos mismos, de corrosión interna.
Sólo desde el miedo se puede entender el proceso catatónico en el que ha vivido Cataluña en las últimas décadas abonándose a una gran mentira. Porque aquí todos nos creemos muy valientes y toreros, pero España es un país de cobardes, así observamos que en toda ciudad o pueblo hay un reyezuelo que con la legitimidad que le dan las urnas de esta democracia impostada, intenta echar tierra sobre la historia o reinterpretarla como si existiera la posibilidad de construir un futuro sin tener en cuenta el pasado, que cambia arbitrariamente los nombres de las calles para imponer otros más estúpidos sin buscar la concordia y el consenso de sus vecinos, que inscribe su nombre en las obras públicas que sufragamos todos con nuestros impuestos y de las que ellos se llevan una jugosa comisión, y que reparten el escaso trabajo lo mismo que los proxenetas colocan a sus putas en las esquinas. El único problema de toda esta gente es que respiran, y derivados de ese hándicap insalvable llegan los demás problemas. Hay quien me dice que pronto el río sonará fuerte porque dentro de poco habrá toda una orquesta como la del Titanic ahogándose en el río.
Pero yo sé que detrás de un muro siempre hay otro muro, y una vez que el cadáver de Convergencia ha quedado el camino expedito a ERC y el conglomerado de partidos que apoyan su disparatada propuesta, a Oriol Junqueras no le temblará la mano para proclamar la República Independiente de Catalunya, y el gobierno no tendrá otra opción que suspender la autonomía. Un clímax que me recuerda el final de una magnífica película titulada “Un día de Furia”, en la que Michael Douglas es un tipo corriente que abandona su coche en un atasco y se verá obligado a deambular por las áreas más deprimidas y peligrosas de Los Ángeles, en donde constantemente se sentirá agredido y humillado, por lo que no le queda más remedio que defenderse atacando dejando un reguero de fiambres a su paso. Finalmente, acorralado por la policía, un detective le pide que se entregue. Sin entender muy bien por qué y con cara de asombro, Douglas lanza la pregunta retórica ¿y yo soy el malo? Cruel metáfora del destino.
Aun no exenta de subjetivismo, quiero felicitarte, Pedro, por esta extraordinaria síntesis para llevarnos a conocer en lo que ha devenido el sentimiento nacionalista catalán: una vez más, efectivamente, en el pringoso envoltorio de la codicia, ese deseo vehemente de poseer "elevando a dioses menores a simples mortales ambiciosos......"
¡Ay!, ¿dónde habrá estado la intelectualidad catalana estas cuatro décadas? ¿Dónde la prensa?, quizá guarecidas ambas bajo las prebendas y subvenciones a las corbatas y pajaritas pensantes y escribientes: tantos años para concluir en que también existen cortijos fuera de Extremadura y Andalucía. Y la siesta.
Afectos,
¡Ay!, ¿dónde habrá estado la intelectualidad catalana estas cuatro décadas? ¿Dónde la prensa?, quizá guarecidas ambas bajo las prebendas y subvenciones a las corbatas y pajaritas pensantes y escribientes: tantos años para concluir en que también existen cortijos fuera de Extremadura y Andalucía. Y la siesta.
Afectos,