FARISEÍSMO
Todos deberíamos de ser conscientes de que el ser humano es en esencia muy hipócrita, tanto que asistimos constantemente a síntomas alarmantes de ello convirtiéndonos en una especie poco fiable: basta con que un jugador de fútbol al que hemos adorado y rendido pleitesía en nuestro equipo se marche por cuestiones económicas a otro club para que se convierta en un enemigo irreconciliable, sin entender nunca que está en su condición de mercenario deportivo el venderse al mejor postor; tratamos con amabilidad y respeto a las personas que nos ofrecen prebendas pero llega un momento que el grifo se cierra y todo se torna desprecio e indiferencia; actuamos de una manera diferente en presencia de una persona que a sus espaldas; y vemos pajares en los ojos ajenos sin tener en cuenta las traviesas que nublan nuestra vista. Contaré dos típicos casos de hipocresía de entre los muchos que pueden ser rescatados de la historia.
El apocalíptico bombardeo de la Luftwaffe sobre la indefensa y hoy emblemática ciudad de Guernica (7.000 habitantes entonces) lo llevó a cabo, con la más horrorosa pulcritud, La Legión Cóndor a cargo del Teniente Coronel Wolfram von Richthofen el 26 de abril de 1937, un regalo de Hitler a Franco según Churchill, que condenó los ataques pero poco hizo para ayudar a las fuerzas republicanas. El resultado del ataque, para el que se utilizaron diversos modelos de bombarderos, fue absolutamente devastador: una ciudad arrasada y una cifra de 126 muertos según el estudio más reciente. Tras la masacre, Guernica se convirtió en un símbolo antibélico y del antifascismo, y Picasso se inspiró en aquella cruel matanza para crear su obra más universalmente conocida. Todavía me invade una sensación de ruindad cuando observo las fotografías del paisaje después de la vileza.
Pero si aquel bombardeo en alfombra ha quedado en la historia como uno de los episodios más negros de nuestra Guerra Civil, lo peor para un político es la herida del tiempo, a la que ninguno es capaz de sobreponerse. Tendrían que pasar sólo unos años para que el mundo (perdón, las personas inteligentes y sin contaminar por ninguna de las sectas que nos rodean) se diera cuenta del gran tramoyista que fue Winston Churchill: entre el 13 y el 15 de febrero de 1945, cuatro ataques aéreos llevados a cabo por las fuerzas aéreas británicas (RAF) y las estadounidenses (USAAF) calcinaron gran parte de la ciudad alemana de Dresde (la Florencia del Elba) destrozando totalmente su hermoso centro histórico. Aquí los muertos (civiles, en su mayoría) no fueron 126 como en Guernica, sino cerca de 30.000. Al igual que en Guernica no existía una coartada estratégica y hoy día se hacen innecesarias las objeciones y matices: fueron crímenes de guerra, una matanza indiscriminada y sin justificación que desenmascaró a aquel gran hipócrita llamado Winston Churchill.
Cualquier persona mínimamente sensible debe sentir vergüenza por pertenecer a esta extraña raza que denominamos humana, pues a ella también pertenecían aquellos que idearon un plan de exterminio (Holocausto, Shoah, Solución final) para hacer desaparecer del mapa europeo a toda la población judía. Los nazis utilizaron los más variados y brutales métodos para ello: gaseamientos, ametrallamientos, palizas, experimentos, trabajos forzados y el hambre. Alrededor de 6.000.000 de judíos fueron aniquilados por el odio antisemita de Hitler y la organización de su comandante en jefe Heinrich Himmler. Hoy en Polonia se puede visitar, como monumento a la infamia, el campo de concentración de Auschwitz, en cuya entrada se puede leer el terriblemente irónico lema “El trabajo os hará libre”, como amarga y cínica bienvenida a los presos. Tras la liberación, las fuerzas aliadas quedaron tremendamente abatidas y perturbadas por todo lo que se encontraron allí. Sólo que pronto comprobarían que sus ejércitos y países también estaban gobernados por protéicos e hipócritas genocidas.
El presidente de los Estados Unidos, el farsante Henry S. Truman, no tuvo otra ocurrencia para finiquitar la segunda gran guerra que lanzar bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, un ataque nuclear que se producía tras largos meses de bombardeos en otras ciudades del País del Sol Naciente. Las únicas bombas nucleares que se han lanzado en la historia cayeron sobre esas simbólicas ciudades el 6 y el 9 de agosto de 1945, y las consecuencias fueron de 140.000 víctimas civiles en Hiroshima y 80.000 en Nagasaki, a las que hay que añadir varios cientos que murieron después envenenadas por las radiaciones y por el cáncer. No será necesario señalar que Hiroshima y Nagasaki se han convertido en paradigmas de la destrucción, el caos y los horrores de la guerra.
Puede que para la historia, Winston Churchill y Henry Truman, sean unos héroes, dos magníficos estrategas y sobrios estadistas, pero para mí son sólo dos genocidas hipócritas que abandonaron este mundo sin que ningún tribunal les enfrentara a sus crímenes de guerra, por el contrario, se fueron luciendo medallas en la solapa ¡Qué mundo más estúpido!
Todos deberíamos de ser conscientes de que el ser humano es en esencia muy hipócrita, tanto que asistimos constantemente a síntomas alarmantes de ello convirtiéndonos en una especie poco fiable: basta con que un jugador de fútbol al que hemos adorado y rendido pleitesía en nuestro equipo se marche por cuestiones económicas a otro club para que se convierta en un enemigo irreconciliable, sin entender nunca que está en su condición de mercenario deportivo el venderse al mejor postor; tratamos con amabilidad y respeto a las personas que nos ofrecen prebendas pero llega un momento que el grifo se cierra y todo se torna desprecio e indiferencia; actuamos de una manera diferente en presencia de una persona que a sus espaldas; y vemos pajares en los ojos ajenos sin tener en cuenta las traviesas que nublan nuestra vista. Contaré dos típicos casos de hipocresía de entre los muchos que pueden ser rescatados de la historia.
El apocalíptico bombardeo de la Luftwaffe sobre la indefensa y hoy emblemática ciudad de Guernica (7.000 habitantes entonces) lo llevó a cabo, con la más horrorosa pulcritud, La Legión Cóndor a cargo del Teniente Coronel Wolfram von Richthofen el 26 de abril de 1937, un regalo de Hitler a Franco según Churchill, que condenó los ataques pero poco hizo para ayudar a las fuerzas republicanas. El resultado del ataque, para el que se utilizaron diversos modelos de bombarderos, fue absolutamente devastador: una ciudad arrasada y una cifra de 126 muertos según el estudio más reciente. Tras la masacre, Guernica se convirtió en un símbolo antibélico y del antifascismo, y Picasso se inspiró en aquella cruel matanza para crear su obra más universalmente conocida. Todavía me invade una sensación de ruindad cuando observo las fotografías del paisaje después de la vileza.
Pero si aquel bombardeo en alfombra ha quedado en la historia como uno de los episodios más negros de nuestra Guerra Civil, lo peor para un político es la herida del tiempo, a la que ninguno es capaz de sobreponerse. Tendrían que pasar sólo unos años para que el mundo (perdón, las personas inteligentes y sin contaminar por ninguna de las sectas que nos rodean) se diera cuenta del gran tramoyista que fue Winston Churchill: entre el 13 y el 15 de febrero de 1945, cuatro ataques aéreos llevados a cabo por las fuerzas aéreas británicas (RAF) y las estadounidenses (USAAF) calcinaron gran parte de la ciudad alemana de Dresde (la Florencia del Elba) destrozando totalmente su hermoso centro histórico. Aquí los muertos (civiles, en su mayoría) no fueron 126 como en Guernica, sino cerca de 30.000. Al igual que en Guernica no existía una coartada estratégica y hoy día se hacen innecesarias las objeciones y matices: fueron crímenes de guerra, una matanza indiscriminada y sin justificación que desenmascaró a aquel gran hipócrita llamado Winston Churchill.
Cualquier persona mínimamente sensible debe sentir vergüenza por pertenecer a esta extraña raza que denominamos humana, pues a ella también pertenecían aquellos que idearon un plan de exterminio (Holocausto, Shoah, Solución final) para hacer desaparecer del mapa europeo a toda la población judía. Los nazis utilizaron los más variados y brutales métodos para ello: gaseamientos, ametrallamientos, palizas, experimentos, trabajos forzados y el hambre. Alrededor de 6.000.000 de judíos fueron aniquilados por el odio antisemita de Hitler y la organización de su comandante en jefe Heinrich Himmler. Hoy en Polonia se puede visitar, como monumento a la infamia, el campo de concentración de Auschwitz, en cuya entrada se puede leer el terriblemente irónico lema “El trabajo os hará libre”, como amarga y cínica bienvenida a los presos. Tras la liberación, las fuerzas aliadas quedaron tremendamente abatidas y perturbadas por todo lo que se encontraron allí. Sólo que pronto comprobarían que sus ejércitos y países también estaban gobernados por protéicos e hipócritas genocidas.
El presidente de los Estados Unidos, el farsante Henry S. Truman, no tuvo otra ocurrencia para finiquitar la segunda gran guerra que lanzar bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, un ataque nuclear que se producía tras largos meses de bombardeos en otras ciudades del País del Sol Naciente. Las únicas bombas nucleares que se han lanzado en la historia cayeron sobre esas simbólicas ciudades el 6 y el 9 de agosto de 1945, y las consecuencias fueron de 140.000 víctimas civiles en Hiroshima y 80.000 en Nagasaki, a las que hay que añadir varios cientos que murieron después envenenadas por las radiaciones y por el cáncer. No será necesario señalar que Hiroshima y Nagasaki se han convertido en paradigmas de la destrucción, el caos y los horrores de la guerra.
Puede que para la historia, Winston Churchill y Henry Truman, sean unos héroes, dos magníficos estrategas y sobrios estadistas, pero para mí son sólo dos genocidas hipócritas que abandonaron este mundo sin que ningún tribunal les enfrentara a sus crímenes de guerra, por el contrario, se fueron luciendo medallas en la solapa ¡Qué mundo más estúpido!