Ya las mujeres "atadoras" estaban sentadas alrededor de la mesa, otra se encargaba de llenar las tripas, para ello, usaba aquellas que previamente cortadas y atadas por un solo extremo, se introducian en un recipiente con agua caliente, con el objetivo de que se hicieran mas flexibles y no se rompieran al soportar la presión de la carne en su interior. Era imprescindible que el agua siempre estuviera caliente, si no, la tripa reventaba em cuanto la empezábamos a llenar. Al mismo tiempo, un hombre había arrimado una de las artesas a la máquina y empezaba con la tarea del llenado.
Los embutidos pasaban de la máquina a la mesa, se ataban, se untaban los extremos de sal o pimentón (para evitar la cagada de las moscas), y de allí los recogia otro hombre, que armado con una horquilla de palo procedía a colgarlos de la "enramá", en el orden ya mencionado con anterioridad.
El día avanzaba y la tarea se iba cumpliendo entre tragos de vino, aceitunas y carne asada. El techo de la cocina matancera se iba adornando con tan singulares abalorios, y las risas de todos junto con los chascarrillos denotaban la presencia de la armonia, compañerismo y valores familiares que quizá hoy tanto echamos de menos.
Una vez todo colgado y llenado, entraba en acción el batallón de limpieza a cargo de las atadoras, llenadoras, obreros de máquina, colgadores, asadores, mirones,... todos ellos reconvertidos en limpiadores unidos con un solo objetivo-quedarlo todo rechinando-. Los cubos de zinz llenos de agua caliente con saquito (polvo detergente) y estropajos de esparto, cubos de plástico con agua fria, baños, artesas, cartones, escobones, restos de sangre, esquirlas de hueso.... todo era un frenético ir y venir de gente limpiando, tirando, colocando, enredando, estorbando, un delicioso vagar de personas por el corral que finalizaba con todo limpio y colocado perfectamente en su lugar.
Por tercera vez, las mesas limpias y húmedas volvian a colocarse en la impoluta cocina, llegaba la hora de la comida. Mientras los demás habían afanado lo citado anteriormente, la anfitriona, aprovechaba para llenar una gran olla de patatas acompañadas de los huesos del espinazo y la morcilla. Ahora si, ahora la comida se hacía sentados todos alrededor de las mesas, las caras denotaban cansancio por el trabajo y el madrugón, las goteras de los "colgaeros" caian encima de las cabezas, el fuego de había reducido a un montón de ascuas, los niños jugaban con la vejiga del cochino reconvertida en globo o en futura piel para la zambomba navideña, y mientras comíamos, reíamos, charlábamos y éramos felices, felices con esa felicidad sana del que hace las cosas desinteresadamente, del que siempre está dispuesto a echar una mano y te esperará a la vera del camino para caminar juntos. ¡Sed felices amigos!. Fin.
Los embutidos pasaban de la máquina a la mesa, se ataban, se untaban los extremos de sal o pimentón (para evitar la cagada de las moscas), y de allí los recogia otro hombre, que armado con una horquilla de palo procedía a colgarlos de la "enramá", en el orden ya mencionado con anterioridad.
El día avanzaba y la tarea se iba cumpliendo entre tragos de vino, aceitunas y carne asada. El techo de la cocina matancera se iba adornando con tan singulares abalorios, y las risas de todos junto con los chascarrillos denotaban la presencia de la armonia, compañerismo y valores familiares que quizá hoy tanto echamos de menos.
Una vez todo colgado y llenado, entraba en acción el batallón de limpieza a cargo de las atadoras, llenadoras, obreros de máquina, colgadores, asadores, mirones,... todos ellos reconvertidos en limpiadores unidos con un solo objetivo-quedarlo todo rechinando-. Los cubos de zinz llenos de agua caliente con saquito (polvo detergente) y estropajos de esparto, cubos de plástico con agua fria, baños, artesas, cartones, escobones, restos de sangre, esquirlas de hueso.... todo era un frenético ir y venir de gente limpiando, tirando, colocando, enredando, estorbando, un delicioso vagar de personas por el corral que finalizaba con todo limpio y colocado perfectamente en su lugar.
Por tercera vez, las mesas limpias y húmedas volvian a colocarse en la impoluta cocina, llegaba la hora de la comida. Mientras los demás habían afanado lo citado anteriormente, la anfitriona, aprovechaba para llenar una gran olla de patatas acompañadas de los huesos del espinazo y la morcilla. Ahora si, ahora la comida se hacía sentados todos alrededor de las mesas, las caras denotaban cansancio por el trabajo y el madrugón, las goteras de los "colgaeros" caian encima de las cabezas, el fuego de había reducido a un montón de ascuas, los niños jugaban con la vejiga del cochino reconvertida en globo o en futura piel para la zambomba navideña, y mientras comíamos, reíamos, charlábamos y éramos felices, felices con esa felicidad sana del que hace las cosas desinteresadamente, del que siempre está dispuesto a echar una mano y te esperará a la vera del camino para caminar juntos. ¡Sed felices amigos!. Fin.