Uno de los lugares preferidos cuando éramos crios para refugiarnos era "el pocico", el paraje, reunia todas las caracteristicas de un buen escondrijo, era lo mas parecido a los que nos asombraba por la tele: estaba oculto en el bajo de tres montecitos, como la cueva de Curro Jimenez; tenía árboles a los que subirnos y ocultarnos, como el bosque de Sherwood (por donde reinaba Robin Hood); y era silencioso, tranquilo y alejado del pueblo, como el rancho por donde cabalgaba el Virginiano, todas esas virtudes le conferían el rango de "sitio idóneo".
Allí, matábamos chiverosos con el tirador, nos ocultábamos entre las junqueras que crecian esplendorosas a la frescura del cercano pozo y acechábamos a los pobres pajarillos, que volaban buscando el cobijo de las ramas de los árboles. Cuando el fragil pajarillo se posaba creyéndose a salvo, nosotros tensábamos las gomas rojas del tirador, recortadas de las cámaras de desecho de las ruedas de bicicleta, y disparábamos un "chinato" gordo que impactaba en el cuerpo del animalillo, seguido de un ruido sordo y mortal que acababa con la vida del desdichado. En una buena tarde podíamos liquidar fijo, seis o siete pájaros, que mostrábamos orgullosos despues por la plaza del pueblo.
Otras tardes, en vez de dedicarlas a la caza, jugábamos a las guerras. Los árboles eran castillos inexpugnables que unos defendían y otros atacaban, piedras, palos, escudos de cartón, espadas de madera y cosas así, eran las armas empleadas en tan singular batalla, refriegas que en la mente de un crío de diez o doce años, eran lo mas parecido a las contiendas que libraba El Cid Campeador a lo largo y ancho de Castilla.
Algunos días, la pereza nos invadia y pasábamos la tarde tirados en la hierba, bocarriba, dejando que el sol de primavera nos acariciase el rostro, provocando en nosotros esa somnolencia tan agradable que te proporciona la voz del campo... los trinos de pájaros, un perro ladrando en la lejania, el rebaño balando en la cercana sierra de Magacela o un labrador cantando por el camino en su vuelta a casa. Eran momentos deliciosos que quizá valoramos mas ahora, recordándolos, que cuando los vivimos" in situ".
En esas estábamos uno de esos añorados atardeceres, cuando el tañido de las campanas de la torre del pueblo nos sacó de nuestro ensimismamiento, nos miramos unos a otros, extrañados de ese toque tan a destiempo, ¿habría misa a esa inusual hora?, ¿algún entierro?, no le dimos mayor importancia, pero pasados cinco minutos las campanas no cesaban de tocar, volvimos la vista en dirección al pueblo y en la cresta del monte que nos impedia la visión del mismo, descubrimos,,,,,, ¡una colunna de humo!. entonces asociamos ideas, ¡campanas! ¡humo!..... ¡fuego!, había fuego en el pueblo.
Rápidamente, nos subimos a las bicicletas y enfilamos el camino de vuelta, cuando subimos la cuesta, ya divisamos el pueblo y el humo que salía de una zona pegada a la iglesia. Pedaleábamos como si nosotros fuéramos los encargados de apagar las llamas, yo no podía apartar los ojos de la base del humo, juraría que salía de mi casa, a la izquierda de la torre, allí cerquita, ¡eso era mi casa!, la boca se me había secado de pronto, una angustia se iba apoderando de mí a medida que nos íbamos acercando al pueblo, algún amigo tambien pensó lo mismo que yo (me lo confesó mas tarde) aunque calló por no preocuparme. Como si no fuera ya bastante "acojonado ", un labrador que iba andando por el camino, nos aseguró que eso era por la calle San Juan (ahora Conde Campos). Yo, a esas alturas ya me quería morir, veía en mi mente mi casa en llamas, mis padres sentados en la acera abatidos, mis hermanas llorando con la cara tiznada de negro y una muñeca quemada que cada una abrazaba como si fuera lo único que les quedaba de todos sus juguetes.
Comenzé a pedalear como poseido, mis piernas no notaban el cansancio y mis ojos no se apartaban de esa maldita colunna de humo, que lejos de extinguirse, parecía aumentar con la cercanía. Crucé la carretera en plan suicida, sin mirar, pasé por la puerta de la panadería de "señó Isidoro" como un poseido, giré a la izquierda por la calle Cilla liderando un pelotón de amigos delirantes, torcí a la derecha como un rayo por la calle Iglesias y giré a la izquierda derrapando y enfilando mi calle desde la Plaza Alta..
Ya estaba llegando!, mi querida casa, mis pobres y tristes padres, mis desamparadas hermanas con sus quemadas muñecas, corre, corre, pedalea, pedalea, frena, frenaa, llegué, llegué, miré mi casita y....... ¡nada!, allí estaba, impoluta, con su fachada de blanco, su zócalo azul, su puerta de madera recien pintada. Las lágrimas aparecieron nublándome la visión, la tensión acumulada desde "el pocico"se liberó y dí gracias a todos los Santos por haber salvado mi hogar.
Puedo jurar que no me percaté hasta despues, que el fuego provenía del comercio de "la Aurora", un camión de bomberos atravesado en medio de la calle, suministraba el agua a las mangueras que intentaban apagar lo inapagable, el sonido de latas explotando en el interior, la cara de impotencia de Vicente, la colaboración de los vecinos y sobre todo el llanto desgarrador de Aurora son las fotografías que mi mente angustiada, grabó para siempre en la fatídica tarde aquella.
Allí, matábamos chiverosos con el tirador, nos ocultábamos entre las junqueras que crecian esplendorosas a la frescura del cercano pozo y acechábamos a los pobres pajarillos, que volaban buscando el cobijo de las ramas de los árboles. Cuando el fragil pajarillo se posaba creyéndose a salvo, nosotros tensábamos las gomas rojas del tirador, recortadas de las cámaras de desecho de las ruedas de bicicleta, y disparábamos un "chinato" gordo que impactaba en el cuerpo del animalillo, seguido de un ruido sordo y mortal que acababa con la vida del desdichado. En una buena tarde podíamos liquidar fijo, seis o siete pájaros, que mostrábamos orgullosos despues por la plaza del pueblo.
Otras tardes, en vez de dedicarlas a la caza, jugábamos a las guerras. Los árboles eran castillos inexpugnables que unos defendían y otros atacaban, piedras, palos, escudos de cartón, espadas de madera y cosas así, eran las armas empleadas en tan singular batalla, refriegas que en la mente de un crío de diez o doce años, eran lo mas parecido a las contiendas que libraba El Cid Campeador a lo largo y ancho de Castilla.
Algunos días, la pereza nos invadia y pasábamos la tarde tirados en la hierba, bocarriba, dejando que el sol de primavera nos acariciase el rostro, provocando en nosotros esa somnolencia tan agradable que te proporciona la voz del campo... los trinos de pájaros, un perro ladrando en la lejania, el rebaño balando en la cercana sierra de Magacela o un labrador cantando por el camino en su vuelta a casa. Eran momentos deliciosos que quizá valoramos mas ahora, recordándolos, que cuando los vivimos" in situ".
En esas estábamos uno de esos añorados atardeceres, cuando el tañido de las campanas de la torre del pueblo nos sacó de nuestro ensimismamiento, nos miramos unos a otros, extrañados de ese toque tan a destiempo, ¿habría misa a esa inusual hora?, ¿algún entierro?, no le dimos mayor importancia, pero pasados cinco minutos las campanas no cesaban de tocar, volvimos la vista en dirección al pueblo y en la cresta del monte que nos impedia la visión del mismo, descubrimos,,,,,, ¡una colunna de humo!. entonces asociamos ideas, ¡campanas! ¡humo!..... ¡fuego!, había fuego en el pueblo.
Rápidamente, nos subimos a las bicicletas y enfilamos el camino de vuelta, cuando subimos la cuesta, ya divisamos el pueblo y el humo que salía de una zona pegada a la iglesia. Pedaleábamos como si nosotros fuéramos los encargados de apagar las llamas, yo no podía apartar los ojos de la base del humo, juraría que salía de mi casa, a la izquierda de la torre, allí cerquita, ¡eso era mi casa!, la boca se me había secado de pronto, una angustia se iba apoderando de mí a medida que nos íbamos acercando al pueblo, algún amigo tambien pensó lo mismo que yo (me lo confesó mas tarde) aunque calló por no preocuparme. Como si no fuera ya bastante "acojonado ", un labrador que iba andando por el camino, nos aseguró que eso era por la calle San Juan (ahora Conde Campos). Yo, a esas alturas ya me quería morir, veía en mi mente mi casa en llamas, mis padres sentados en la acera abatidos, mis hermanas llorando con la cara tiznada de negro y una muñeca quemada que cada una abrazaba como si fuera lo único que les quedaba de todos sus juguetes.
Comenzé a pedalear como poseido, mis piernas no notaban el cansancio y mis ojos no se apartaban de esa maldita colunna de humo, que lejos de extinguirse, parecía aumentar con la cercanía. Crucé la carretera en plan suicida, sin mirar, pasé por la puerta de la panadería de "señó Isidoro" como un poseido, giré a la izquierda por la calle Cilla liderando un pelotón de amigos delirantes, torcí a la derecha como un rayo por la calle Iglesias y giré a la izquierda derrapando y enfilando mi calle desde la Plaza Alta..
Ya estaba llegando!, mi querida casa, mis pobres y tristes padres, mis desamparadas hermanas con sus quemadas muñecas, corre, corre, pedalea, pedalea, frena, frenaa, llegué, llegué, miré mi casita y....... ¡nada!, allí estaba, impoluta, con su fachada de blanco, su zócalo azul, su puerta de madera recien pintada. Las lágrimas aparecieron nublándome la visión, la tensión acumulada desde "el pocico"se liberó y dí gracias a todos los Santos por haber salvado mi hogar.
Puedo jurar que no me percaté hasta despues, que el fuego provenía del comercio de "la Aurora", un camión de bomberos atravesado en medio de la calle, suministraba el agua a las mangueras que intentaban apagar lo inapagable, el sonido de latas explotando en el interior, la cara de impotencia de Vicente, la colaboración de los vecinos y sobre todo el llanto desgarrador de Aurora son las fotografías que mi mente angustiada, grabó para siempre en la fatídica tarde aquella.