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LA HABA: RECUERDOS EN BICICLETA, dedicados a Julián: con el...

RECUERDOS EN BICICLETA, dedicados a Julián: con el que alguna vez debí cruzarme en la carretera.

En el año 1959 -hay que estar vivo y ser memorioso para contarlo- el peso de una bicicleta superaba al de un niño de mi edad.

Y a La Haba tardarían años en llegar las que disfrutarían niñas y niños, porque la bicicleta entonces no era un juguete para el divertimento deportivo ni un instrumento de paseo placentero, sino una máquina necesaria para desplazarse al trabajo y un complemento para el desarrollo del mismo. Aquella “Supercil” desvencijada, sin frenos, en la que hube de adentrarme, que no subirme, se me antojaba monstruosamente alta para mis nueve añitos; tanto, que no había otra manera de conducirla que no fuera introduciendo una de las piernas por debajo de la barra del cuadro para alcanzar uno de los pedales y así, defectuosamente, avanzar rodando a duras penas.

El hecho de que la bici trabajase inclinada, aumentaba hasta la desesperación la frecuencia con la que se salía la cadena del plato o del piñón: contingencia que se convertía en una verdadera y pesada cruz. Y no era esto lo peor, porque en aquellas desnudas carreteras, antes de que naciera el asfalto, cada dos por tres sufrías un pinchazo, y su reparación -entre el desmontaje de la cubierta, apertura de palomillas, lijado de la cámara, aplicación de la disolución, pegado del inefable parche “Sami”, secado, bombeo de aire nuevo y posterior montaje- era toda una proeza para aquellas pequeñas criaturas que éramos entonces: recuerdos estos que ahora me conmueven y me instalan en una especie de piedad retrospectiva.

Un año después, sintiéndome ya mayor (más por el padecimiento que por los años, que eran solo/sólo diez) y aplicando el ingenio para evitar las risas y mofas de quienes me veían circular de aquella manera, se me ocurrió calzar los pedales con tacos de corcho para intentar llegar a ellos desde arriba, no sentado en el sillín -que eso debería esperar unos años más de crecimiento- pero sí dignamente erguido, pedaleando de pie, balanceándome, es un decir, con esa esforzada armonía que muestran los ciclistas profesionales en las subidas más insufribles.

El mayor enemigo de la bicicleta era el viento, que cuando arreciaba hacía imposible su gobierno: solo cabía cogerla de cabestro hasta alcanzar el llano o la cuesta abajo para seguir avanzando. La bicicleta de entonces, pienso ahora, es una buena metáfora para comprender que el esfuerzo para llegar -necesario para coronar cuestas y vencer los elementos- era recompensado con el placer de volver: disfrutando de la velocidad, respirando plácida y hondamente el aire que ya amainado, a favor o cuesta abajo, se tornaba en agradable caricia para las mejillas.

Uno de mis primeros oficios de niño fue el de pinche, consistente en facilitar agua a los sufridos “machaquines de almendrilla”; imposible olvidar la imagen de estos hombres envueltos por la niebla violeta de la calina veraniega que asolaba aquellos páramos previos al Plan Badajoz: con mi bicicleta “Supercil” (la mejor entre mil, jejeje), provista de portabultos de hierro, aguaderas de esparto de dos jaques y dos cantarillas para agua, a duras penas me las valía para calmar la insaciable sed de aquellos hombres épicos que, con el agua del sudor “a cántaros”, compactaron los firmes de las carreteras por las que hoy ruedan indiferentes los potentes coches que quizá conduzcan sus altivos descendientes.

Julián, un abrazo.