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Si fuera el caso echarme un cepo durante mis estancias jabeñas, es seguro que quedaría aprisionado en él como lo haría el más cándido de los conejos al salir de su vivar: pues como una cansina letanía, repite uno el horario de sus vigilias, la traza de las caminatas y las visitas a los templos donde se hablan los vinos. Estas manías -que pueden ser mu variopintas- porque no me atrevo a calificarlas como disciplina, vienen con la edad provecta y perseveran como esas goteras y clacas que comienzan con visitas breves, y aluego nos habitan en propiedad con carácter indefinido.

La cosa es que esta actitud está tan generalizada que, a poco que te fijes, te verás reflejado en casi todos tus iguales. Y si lo piensas un poco más, concluyes en que -lejos de ser sano - estos comportamientos rutinarios nos abocan al tedio y al desencanto cuando no a la abulia. Para mí, que puedo estar mu confundío, la fuente deste mal anida en una preocupante merma de la imaginación: ese maná de sensaciones con el que los niños crean sus fantasías, que se deteriora en la juventud con la creatividad constructiva y se diluye o sepulta en la adultez donde solo parece gobernar el desdichado mundo del realismo.

Ante una cuartilla virgen como hace un momento era mi caso, quiero recordar al Delibes viejo cuando decía algo así como que “uno debe tener la imaginación suficiente para recular y rehacer su vida conforme a otro itinerario que anteriormente desdeñó”. Así, como si los días fueran folios en blanco (para nada trato de persuadir a nadie, eh), parece conveniente tomar -de vez en cuando- otros caminos para andar, horarios distintos que incumplir y otras parroquias donde oficiar. Esto es, echarle imaginación para no caer en ningún cepo: no para evadirse de la realidad, sino para comprenderla y vivirla más amplia y ricamente.

¿Qué sos parece?,
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