ALCOHÓLICOS ANÓNIMOS, un secreto a voces (reedición por efemérides).
A mí me gusta contemplar -y ejercer- la vida licenciosa, siempre fui más de Quevedo que de Góngora, y más concretamente de Baltasar Gracián (del quextraje recursos para desenvolverme en este tramposo mundo). Pero ya que a veces me lo reprochan mis más queridos, quiero añadir –definitivamente- que abrazo antes la vida libertina del madrileño (que llegó a ser conocido como Francisco de Quebebo) que la no menos osada, aunque casi siempre eclesiástica, del cordobés. Para que mejor se mentienda, prefiero un arresto en la taberna que un sermón en la parroquia. Mas si el cura es parlanchín y tiene buen vino, tampoco me importaría mucho compartir su celda.
Cuando me saquen a hombros (que habré de morirme para conseguirlo, al contrario que a los toreros que, mu vivos, los aúpan cuando triunfan), me gustaría que de mí se tuviera ese sentimiento de pecador capital. No soy alcohólico porque mencanta con delirio beber sólo/solo buen vino, un placer al que me niego a renunciar: esta aparente contradicción, esta paradoja que yo llamo “parajoda”, es el incontestable argumento para declararos que nunca me he emborrachado. ¿Alegre?, así de veces, pero es que esto es como “las siete y media”: quien se pasa, se cae. Y cuando uno se cae por beber, es que se cae todo. Yo -sin querer persuadir de nada- animo a que nadie se caiga, a que nadie se pase: a que se disfrute el vino, a que se hable, a que se mee y a que se duerma.
Hoy, lo he escuchado en la radio, se cumplen ochenta años de aquella reunión que, en Akron, Ohio (EE. UU.), mantuvieron el broker William Griffith y el médico Bob Smith para concluir en aquello de que: “Cuando dos o más individuos se reúnen con el único objetivo de conseguir la sobriedad se pueden definir así mismos como un grupo de Alcohólicos Anónimos”. No lleguemos a ello, jabeños, ¡por dios y por la virgen de Lantigua! Lejos de padecerlo: ¡Disfrutemos del buen vino!, acompañémoslo de una mejor tapa y no caigamos al abismo.
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A mí me gusta contemplar -y ejercer- la vida licenciosa, siempre fui más de Quevedo que de Góngora, y más concretamente de Baltasar Gracián (del quextraje recursos para desenvolverme en este tramposo mundo). Pero ya que a veces me lo reprochan mis más queridos, quiero añadir –definitivamente- que abrazo antes la vida libertina del madrileño (que llegó a ser conocido como Francisco de Quebebo) que la no menos osada, aunque casi siempre eclesiástica, del cordobés. Para que mejor se mentienda, prefiero un arresto en la taberna que un sermón en la parroquia. Mas si el cura es parlanchín y tiene buen vino, tampoco me importaría mucho compartir su celda.
Cuando me saquen a hombros (que habré de morirme para conseguirlo, al contrario que a los toreros que, mu vivos, los aúpan cuando triunfan), me gustaría que de mí se tuviera ese sentimiento de pecador capital. No soy alcohólico porque mencanta con delirio beber sólo/solo buen vino, un placer al que me niego a renunciar: esta aparente contradicción, esta paradoja que yo llamo “parajoda”, es el incontestable argumento para declararos que nunca me he emborrachado. ¿Alegre?, así de veces, pero es que esto es como “las siete y media”: quien se pasa, se cae. Y cuando uno se cae por beber, es que se cae todo. Yo -sin querer persuadir de nada- animo a que nadie se caiga, a que nadie se pase: a que se disfrute el vino, a que se hable, a que se mee y a que se duerma.
Hoy, lo he escuchado en la radio, se cumplen ochenta años de aquella reunión que, en Akron, Ohio (EE. UU.), mantuvieron el broker William Griffith y el médico Bob Smith para concluir en aquello de que: “Cuando dos o más individuos se reúnen con el único objetivo de conseguir la sobriedad se pueden definir así mismos como un grupo de Alcohólicos Anónimos”. No lleguemos a ello, jabeños, ¡por dios y por la virgen de Lantigua! Lejos de padecerlo: ¡Disfrutemos del buen vino!, acompañémoslo de una mejor tapa y no caigamos al abismo.
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