Al camino que transito en mis rutinarios paseos, el jabeñerío lo llama “Camino del Vergel” porque actualmente conduce a una finca privada que tiene ese nombre. Pero hace treinta años se le señalaba como el “Camino del Pocico”, nombre del famoso pozo que dio nombre a la ruta. Y antes se le conoció como el “Camino de Magacela”, pues a este singular pueblo nos lleva. Y mucho antes, hace cien años, se le conocía como “Camino de Lompita”, pero ni mi vecino Alonso Pajuelo, q. e. p. d., sabía por qué.
Nace en el Altozano, mu cerca de donde un relámpago incendió la “niara” que mantuvo tantos años el panadero Isidoro Blázquez. La nave de mi amigo Modesto es lo primero que se ve al comienzo del paseo y, en seguida, el camino queda mutilado de manera poco imaginativa por la nueva carretera Don Benito-Quintana, un proyecto que lo único que ha tenido en cuenta ha sido beneficiar a esas dos poblaciones, pues a nosotros los jabeños ni fu ni fa. Si “ni fu ni fa” es haber fulminado parte de la concentración parcelaria, seccionado a cuchillo -sin respeto- multitud de caminos centenarios y entorpecido las tareas para el trasiego del ganado, la movilidad de maquinaria agrícola o la del simple caminante: tres quehaceres estos últimos que ahora se desarrollan no exentos del peligro que late en el tráfico de esta vía rápida.
Retomada su traza, el camino comienza su ascenso al cerro de manera suave; sorprenden los tempranos rastrojos de la excelente cosecha de cebada habida hogaño, y se ve cómo los trigales, ¡a primeros de junio!, ya demandan la consiguiente siega. Los árboles, olivos y almendros mayormente, aparecen a un kilómetro del comienzo, más o menos, cuando el repecho nos recuerda que hemos de perder grasa si no queremos espicharla de manera temprana y acezante. Aluego viene el premio: una cuesta abajo prolongada que nos permite respirar placenteramente, disfrutar de una brisilla ques la gloria y, ya sin jadeos, reflexionar sobre la frondosidad de estas secanas tierras, cubiertas de un auténtico pedregal milenario, donde igual de bien se da el cereal que el algodón o unos espléndidos sandiares y melonares cuyas matas ya verdeguean mu cerca del cimbranto que acota el camino que andamos.
A los veinte minutos de caminar, mirando a Magacela, a la izquierda se ve una casa -solo habitada en verano- a la que se accede por un corto sendero jalonado de eucaliptos: la rodea un pequeño olivar, alguna chumbera y en un extremo la adorna un precioso granado. Enfrente encontramos la primera de las cuatro esquinas de la finca “El Vergel” (se lee en un baldosín adosado al muro), está al otro lado, a la derecha, donde en una ancha puerta de hierro cuelga una chapa donde se puede leer: “Finca privada”, “Prohibida la entrada”, “Alarma conectada”, “Cuidado con el Perro”, “Prohibido cazar” y algo más. La casa, y toda la parcela de tierra, está cercada por un muro faraónico de mampostería de piedras sin labrar, colocadas a mano, una sobre otra, que personalmente me tiene impactado, pues sin lugar a dudas, el coste de esta obra es desproporcionado, superando con creces el valor del la propiedad que acota. Qué tesoro, me pregunto, puede albergar esta finca y la casa para tal derroche de seguridad, nunca se ve gente: hay muchos perales y manzanos, almendros, olivos, eucaliptos, cestas para juegos con balón y una pista reglamentaria de tenis -un tanto desaliñada- alumbrada por dos altas farolas de luz de sodio. Sorprende tanto aviso de seguridad: ¿o acaso la única pretensión del dueño, con tal exceso de medidas disuasorias para el caminante, fuera subrayar la titularidad pri-va-da de la finca? No sé, porque además, como la de enfrente, ni está explotada industrialmente ni se habita con frecuencia.
Pero volviendo al camino, restan unos doscientos metros para coronar la cota donde se encuentra la entrada principal de este “Vergel”, en los que algún día “entrego mi alma al Altísimo”, que decían las viejas jabeñas: me esfuerzo tanto por no dar mi brazo a tocer y descansar, quel corazón me late desquiciado como el motor de aquel tractor Lanz que conducía el bueno de Manolo Fernández de Arévalo, una buena persona, un amigo disfrutado en juventud, de cuyo fallecimiento acabo denterarme con mucha mucha tristeza: un abrazo mu fuerte para sus hermanos Antonio, Anita y Andrés, D. E. P.
(Mañana seguimos el paseo, que ya es mu tarde)
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Nace en el Altozano, mu cerca de donde un relámpago incendió la “niara” que mantuvo tantos años el panadero Isidoro Blázquez. La nave de mi amigo Modesto es lo primero que se ve al comienzo del paseo y, en seguida, el camino queda mutilado de manera poco imaginativa por la nueva carretera Don Benito-Quintana, un proyecto que lo único que ha tenido en cuenta ha sido beneficiar a esas dos poblaciones, pues a nosotros los jabeños ni fu ni fa. Si “ni fu ni fa” es haber fulminado parte de la concentración parcelaria, seccionado a cuchillo -sin respeto- multitud de caminos centenarios y entorpecido las tareas para el trasiego del ganado, la movilidad de maquinaria agrícola o la del simple caminante: tres quehaceres estos últimos que ahora se desarrollan no exentos del peligro que late en el tráfico de esta vía rápida.
Retomada su traza, el camino comienza su ascenso al cerro de manera suave; sorprenden los tempranos rastrojos de la excelente cosecha de cebada habida hogaño, y se ve cómo los trigales, ¡a primeros de junio!, ya demandan la consiguiente siega. Los árboles, olivos y almendros mayormente, aparecen a un kilómetro del comienzo, más o menos, cuando el repecho nos recuerda que hemos de perder grasa si no queremos espicharla de manera temprana y acezante. Aluego viene el premio: una cuesta abajo prolongada que nos permite respirar placenteramente, disfrutar de una brisilla ques la gloria y, ya sin jadeos, reflexionar sobre la frondosidad de estas secanas tierras, cubiertas de un auténtico pedregal milenario, donde igual de bien se da el cereal que el algodón o unos espléndidos sandiares y melonares cuyas matas ya verdeguean mu cerca del cimbranto que acota el camino que andamos.
A los veinte minutos de caminar, mirando a Magacela, a la izquierda se ve una casa -solo habitada en verano- a la que se accede por un corto sendero jalonado de eucaliptos: la rodea un pequeño olivar, alguna chumbera y en un extremo la adorna un precioso granado. Enfrente encontramos la primera de las cuatro esquinas de la finca “El Vergel” (se lee en un baldosín adosado al muro), está al otro lado, a la derecha, donde en una ancha puerta de hierro cuelga una chapa donde se puede leer: “Finca privada”, “Prohibida la entrada”, “Alarma conectada”, “Cuidado con el Perro”, “Prohibido cazar” y algo más. La casa, y toda la parcela de tierra, está cercada por un muro faraónico de mampostería de piedras sin labrar, colocadas a mano, una sobre otra, que personalmente me tiene impactado, pues sin lugar a dudas, el coste de esta obra es desproporcionado, superando con creces el valor del la propiedad que acota. Qué tesoro, me pregunto, puede albergar esta finca y la casa para tal derroche de seguridad, nunca se ve gente: hay muchos perales y manzanos, almendros, olivos, eucaliptos, cestas para juegos con balón y una pista reglamentaria de tenis -un tanto desaliñada- alumbrada por dos altas farolas de luz de sodio. Sorprende tanto aviso de seguridad: ¿o acaso la única pretensión del dueño, con tal exceso de medidas disuasorias para el caminante, fuera subrayar la titularidad pri-va-da de la finca? No sé, porque además, como la de enfrente, ni está explotada industrialmente ni se habita con frecuencia.
Pero volviendo al camino, restan unos doscientos metros para coronar la cota donde se encuentra la entrada principal de este “Vergel”, en los que algún día “entrego mi alma al Altísimo”, que decían las viejas jabeñas: me esfuerzo tanto por no dar mi brazo a tocer y descansar, quel corazón me late desquiciado como el motor de aquel tractor Lanz que conducía el bueno de Manolo Fernández de Arévalo, una buena persona, un amigo disfrutado en juventud, de cuyo fallecimiento acabo denterarme con mucha mucha tristeza: un abrazo mu fuerte para sus hermanos Antonio, Anita y Andrés, D. E. P.
(Mañana seguimos el paseo, que ya es mu tarde)
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