LA HABA: Coño, Leganés, no suelo hacerlo porque rescato pocas...

Coño, Leganés, no suelo hacerlo porque rescato pocas cosas de los humedales de la memoria, pero como hay gente que recuerda historias en las que yo actuaba como protagonista o actor secundario y han quedado laminadas en los yermos páramos del olvido, para una que recuerdo…

Aquel lejano verano, tendría yo 16 años, vivía en Barcelona, estaba pasando unos días de vacaciones en el pueblo y cada vez que salía de casa por la noche me encontraba con un grupo de niñas más o menos de mi edad esperando a que saliera para ver el pendiente que lucía en el lóbulo de mi oreja izquierda, creo que fui de los primeros en todo el territorio patrio en colocarse un arito (vivía en una gran ciudad y no había visto a ningún otro chico con un pendiente que parecía exclusivo de algunos hippies de Ibiza) algo que luego sería imitado hasta la náusea, pero las avanzadillas de las tendencias y la modernidad siempre tienen su lado folclórico y de espectáculo provinciano y ahí estaban esas animadas niñas atentas para mirar la atracción; mis pantalones vaqueros rotos o mis bermudas de cuadros Meyba (la primera marca deportiva que utilizó el Barça) compradas en el Corte Inglés que causaron sensación y ya ves ahora, o las viejas espardeñas o zapatillas chinas sin cordones con las que me sentía muy cómodo o aquellos pantalones de montar a caballo exclusivos de Colo-Colo (Puerta Ferrisa) que mi hermana Inma recordará. En todo ello fui pionero arrastrando unos aires de innovación y libertad que a algunos sorprendía, otros criticaban y más tarde muchos imitaban. Queda como algo anecdótico, pero algunos retratos han quedado para inmortalizar aquellos momentos. Eran otros tiempos, y todavía mi simpática y grácil mujer me cuelga del agujero algún pendiente zíngaro para echarse unas carcajadas.

Un día, para romper la rutina, un grupo de amigos decidimos asistir al concierto que los míticos Triana (vivito y coleando todavía el gran Jesús de la Rosa) daban en un antiguo campo de fútbol de Villanueva de la Serena, que estaba situado, si mal no recuerdo –alguien me desmentirá- por la zona esa de la tienda de muebles Donmobel o la residencia de ancianos Felipe Trigo. Tras el concierto, muy cansados, nos dispusimos a emprender a pie los 5 o 6 km que nos separaban del pueblo. Una época, recordemos, en la que apenas había tráfico por estas carreteras y menos a esa hora de la madrugada. Caminábamos de manera despreocupada por el medio de la calzada comentando la experiencia y contando chistes hasta que algo nos alertó y nos hizo ponernos en fila india.

Habíamos dejado atrás la vieja y derruida caseta de peones camineros y faltaba menos de 1 km para llegar hasta los eucaliptos cuando alguien del grupo divisó extraño y amorfo ente que se movía cruzando la carretera hasta el cementerio.

-Que no, coño, que lo que has visto es una mancha de alquitrán –dijo uno-.

-Desde cuándo las manchas de alquitrán se mueven –contestó el otro-

-Es un perro cimarrón. Cuidado que puede estar rabioso –avisó el de más allá-.

En fila india, con las manos encima de los hombros del que iba delante por si había que empujarlo para salir corriendo y que le devorara a él la bestia demostrando así nuestra pródiga valentía y alto sentido del compañerismo, pasamos por delante del cementerio… y allí, agachada y pegada a la blanca tapia, se encontraba la criatura infernal que nos iba a pedir cuentas por nuestros pecados. Aquel ser, oscuro como una noche sin luna, con la cabeza envuelta en un pañuelo negro, emitió un sonido ronco y gutural cuando pasamos por delante del cementerio; algo así como si se hubiera quitado la dentadura postiza y mordido la nuez con ella.

¡Pies, para qué os quiero! Corrimos con el corazón en la boca y el turbo en las sandalias hasta la “casilla de Merienda” con un cierto olor a estiércol humano en nuestras posaderas… bueno, algunos ya habíamos llegado cuando otros, de carnes más prietas, todavía cruzaban la alcantarilla esa donde tanto tiempo estuvo varada aquella chatarra de coche alemán. Perturbado, no pude pegar ojo en todo lo que quedaba de noche, que no era mucho. Al poco tiempo, nos enteramos, no sé si por la radio o por el periódico, que lo que nos pareció una siniestra figura salida de la más activas llamas del averno era, en realidad, una pobre anciana con problemas psíquicos que se había fugado del hospital psiquiátrico de Mérida (vamos, del famoso manicomio) y que la Guardia Civil encontró cerca de otra caseta de peones camineros, la de la carretera de Quintana.

No he querido nombrar a nadie, pero todos los que compartieron aquella “dulce” velada conmigo se acordarán bien porque un suceso así no se olvida y aunque no fue la última vez que asistí a un concierto de Triana sí fue el de más marcado recuerdo. Jejeje, ¡Qué noche la de aquel día!

Un abrazo, Leganés, creo haber cumplido con mi cuota semanal. Hasta la próxima semana.