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LA HABA: Todos estamos un tanto perdidos, Pedro, están mu mal...

PERDIDOS

Me llegan noticias de que en el plazo de una semana se han producido dos suicidios en la comarca. Comprendo que son malos tiempos para la lírica, pero lo que para mí es un asunto excepcional no parece sorprender ya a nadie, sobre todo cuando llega la confirmación de que uno de los finados decidió acabar con todo debido a la asfixia de su situación económica, una realidad subyugante que, como todos sabemos, puede derivar en la degradación del estado psíquico/físico, las relaciones emocionales y sociales. La cuestión me ha hecho recordar un incidente que me sucedió hace varias semanas: Hacía un calor insufrible cuando salí del cine, faltaba poco para que anocheciera aunque todavía el sol era un cuchillo sobre el asfalto. Al encender un cigarrillo me quedé mirando a un tipo de mediana edad que daba vueltas por el parking del centro de ocio y con voz queda murmuraba frases sin sentido, inconexas. Me acerqué a él y le pregunté:

- ¿Le ocurre algo, señor?

- ¿Dónde estoy?- inquiere mientras observo sus manos temblorosas-.

-En Don Benito, en el Polígono Las Cumbres.

Enseguida me di cuenta de que no procesaba mis palabras y que algo no iba bien en la cabeza fragmentada de ese pobre hombre en un penoso estado de personalidad escindida. Iba vestido de manera correcta y se expresaba tímidamente con una educación exquisita. Desde luego, no parecía un sin techo, llevaba un par de bolígrafos en el bolsillo de la camisa y de su cuello colgaba unas gafas para ver de cerca. El sol caía a plomo sobre su cabeza, su voz sonaba pastosa y debido al sudor tenía la camisa pegada al cuerpo.

-Es que no sé dónde estoy, no sé qué hago aquí.

-Vayamos hacía allí, estaremos mejor a la sombra- le dije agarrándole del brazo-.

- ¿Recuerdas al menos como te llamas? Lo digo para saber cómo dirigirme a usted ¿Es usted de aquí?

-No sé dónde estoy, no sé que me ha pasado –repetía incesantemente-.

No había nada que hacer. El hombre estaba perdido en un enmarañado y sombrío laberinto, un magma inextricable con una puerta de emergencia hacia el terror de la locura. Ese estado de devastación en el que la mente, el alma, se disocia de la carne estéril. Su penoso aturdimiento me puso un nudo en la garganta. Le ofrecí un pañuelo de papel para que se limpiara el sudor de la cara y saqué de mi mochila una botellita de agua que vació casi de un trago. Vi pasar un coche patrulla de la policía local y les hice señas para que se acercaran. Les conté el caso y dijeron que ellos se ocuparían. Me dieron las gracias y se despidieron.
Sigo pensando en ese hombre (seguramente marido, padre y hermano de alguien), en la posibilidad de que algún problema acuciante fuera la causa de su lamentable estado, de un tremendo cortocircuito cerebral que le hacía vagar como alma sin paz por el valle de las sombras. Consciente, desde que era un niño, de mi frágil sensibilidad, conduje los 7 km hasta mi pueblo con mis ojos desbordados de lágrimas. Dicen que las lágrimas son la sangre del alma, pero a mí ese irrefrenable mecanismo de defensa ante el dolor no me sirve ya de catarsis porque las emociones negativas acaban intoxicando la vida. Aun así, esclavo complaciente, agradezco a los dioses los evanescentes momentos de felicidad, la dulce y etérea sensación de que sólo el amor nos salvará del naufragio que profana el sueño de los justos.

Todos estamos un tanto perdidos, Pedro, están mu mal señalizadas las puertas de salida -de la crisis, de la guerra, del sufrimiento, y hasta de las propias pesadillas mentales en vigilia- y son mu pocas las manos tendidas para sosegarnos y menos aún los dedos índices que nos digan con seguridad: "Por allí". Todos semos mu poca cosa, si el amor puede salvarnos del naufragio: la bondad, la humildad y la misericordia -para nada religiosas, simple humanismo- deben ser las armas a esgrimir.

Un -iba a escribir caluroso- fuerte abrazo, hasta pronto.