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Suicidio en la calle de la Perra.

“ ¡Aunque dé un campanazo, yo me desaparto!”, esto fue lo que espetó la mujer de tío Fortuoso una noche calurosa como hoy pero de 1956” (?).

En la calle de la Perra, unas casas antes de llegar a la de la Leopolda, frente a la casa de tío Alonso “Canalejas”, había una lancha de piedra casi plana -lo suficientemente amplia como para que cupieran en ella de diez a quince sillas de las de bayunco- que en las noches del insufrible verano jabeño servía de salón de tertulias al aire libre. Eran las mujeres las que llevaban el hilo de las conversaciones, porque los hombres -la mayoría labradores y alguno liencero- roncaban su vino y sus pitillos nada más caer la calorina. Los niños, antes de cada sesión, cansados de jugar y rendidos de correr, tomábamos asiento en el ardiente pedregal que configuraba el suelo de la calle: donde, tan silenciosos como expectantes, pasábamos inadvertidos escuchando boquiabiertos las historias variopintas que contaban nuestras mayores.

Pero aquella noche tocaba dar consuelo. Estaba tía Natividad (madre de la “Bersabé”), la Leopolda “de José el Brusqueao” (y su hija Juana), Felisa “ la Partera” y la Alfonsa “Jilbana”, la Paula “Jedó” y su hermano “Manbrú”, Julia (la madre de Antonio “Pincharrata”), la Luisa “del Gato”, la Candela “de Carrí”, tía Patrocinia, la Bernabela, tía Eufemia, la mujer de Alonso “Canalejas”, tía Antonia la del “Niño” y otras de las que recuerdo sus caras pero no sus nombres. Todo este sanedrín, un verdadero gobierno en la calle de la Perra, se empleaba en tranquilizar a la mujer de Tío Fortuoso que, deshecha en lágrimas, repetía como una letanía: “Yo no puedo más, yo no puedo más….”; y sus vecinas: “Cada una tenemos un pío, y tú tienes que cargar con el tuyo”, porque –le preguntaban- “ ¿cómo vas a dar el espectáculo de desapartarte….?, eso es lo último, mujer de Dios”. Y ella, que no tenía consuelo, seguía haciendo pucheros y lloriqueando: “yo no puedo más, yo no puedo más, ….”.

(Tío Fortuoso, su marido (del que sabía que nunca le daría descendencia), era un trozo de pan, pero hacía mal vino. Cuando bebía, que era casi continuo, el alcohol que entraba por su boca se apoderaba en seguida de su cerebro, y este, en vez de dar órdenes para acariciar, le inducía a levantar las manos para herir: así es la naturaleza humana a veces. Y venían los insultos, las vejaciones, la escandalera: este desbarajuste era el tema del sanedrín aquella noche. Y el que más sufría era el propio Fortuoso que vivía en el infierno de su propio dilema: si bebía se volvía loco, y si no lo hacía también. Y en el valle de cordura, siempre breve, que le dispensaba el despertar después de cada borrachera, era consciente del daño que infligía, viviéndolo y sufriéndolo -a la par que su mujer- para sus adentros).

Al día siguiente por la mañana, loco y cuerdo, los dos hombres que llevaba dentro convinieron tirarse juntos al abismo. Y en esa infernal alianza del doctor Jekyll y Mr. Hyde, encontró Fortuoso su salvación y la de su mujer: cambió el contenido de la botella y en vez de echarle vino la rellenó de lejía, ¿o de sosa?. Los efectos fueron tan rápidos como demoledores: como una serpiente se retorcía en el suelo, unos eructos indescriptibles le hicieron vomitar primero los alimentos, luego las mucosas y al final sus propias vísceras. Alguien, con buena intención, abriéndole aquel volcán que era su boca, le hizo tragar aceite y lo único que consiguió, sin pretenderlo, fue hacer un poquito de jabón en lo que quedaba de su estómago, eso dijo el forense mirando al jabeñerío presente: “han hecho ustedes jabón”.

El pobre Fortuoso eligió un mal veneno, pues siendo mortal, no supo calibrar la cantidad necesaria para hacerlo instantáneo y evitar así tanto sufrimiento: grande fue su pecado y terrible la penitencia. Es inefable describir la eternidad de su agonía, retorciéndose como una culebra acosada tuvo tiempo para arrepentirse de sus malos tratos, blasfemar de dolor, rogar ayuda y misericordia y pedir socorro -contradictoriamente- para evitar la muerte: pero “el hipoclorito sódico -le decía un señor con corbata al médico jabeño- no tiene billete de vuelta, Fernando”. El campanazo (y la “vaquilla”, digo yo) que temía su mujer por su separación, fue sustituido y trágicamente superado por este drama matinal al que varios niños asistimos abriéndonos paso entre las piernas de nuestras madres. Fue horroroso.

Mu buenas noches a to el jabeñerío,
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