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LA HABA: (Capítulo 1/3)....

(Capítulo 1/3).

Hace unos meses, mi amigo Francisco Guzmán Rodríguez (el esquivo Paco) me preguntó -no sé por qué razón, la verdad- si yo tenía noticia o datos sobre un crimen bastante cercano, en el lugar y en el tiempo, a otro que ya tengo relatado aquí en el Foro como “El crimen de Tía Casimira”. Le respondí en privado enviándole el texto que ahora he decidido hacer público y que íntegramente transcribo a continuación. Es un poco largo (por lo que lo publico en tres capítulos) por si alguien tiene interés en su lectura: y el que no lo tenga, pos que no lo lea y yastá.

“En 1974 tuve una conversación en Madrid con una anciana mujer -entonces ya había cumplido 84 años- durante la cual, gracias a su memoria, pude anotar bastantes detalles sobre una terrible historia ocurrida en cierto pueblo extremeño en fechas cercanas a la Guerra Civil: una mujer fue asesinada por su marido, quizá con la ayuda de otra mujer, en uno de los crímenes más horribles y crueles que por violencia de género se recuerdan en la comarca de La Serena.

Por prudencia, omitiré nombres, fechas, lugares y datos que pudieran herir la sensibilidad de los familiares vivos, tanto de la víctima como las de su asesino, así que intentaré conseguir una redacción generalista, a sabiendas de que todos los extremos que se relatan están en la memoria colectiva del pueblo al que me refiero y que puede intuirse. Los que vivan y lo recuerden han de ser, cuando menos, octogenarios y memoriosos y los que, como yo, sean depositarios de la historia, la contarían más o menos así:

Dicen que se casó con ella por su dinero, era hermosa de corazón pero poco agraciada en su físico además de padecer una salud más bien precaria. Al contrario que él: un mozo apuesto, codicioso, infiel y, según cuentan los más allegados, muy proclive a la ira; en el pueblo le llamaba don Fulano, pero era un don sin din, un extremeño sin oficio ni beneficio cuyo aval no era otro que su interesado matrimonio: una contingencia que le permitió mantener su bienvivir hasta su ingreso en la cárcel.

El caso es que en septiembre de 1926 ella alumbró un hijo, asumiendo en seguida la desoladora incapacidad maternal que sufría para amamantarlo. Él, lejos de tranquilizarla con ternura y comprensión, la vejaba con insultos incalificables por esa carencia; se interesó en averiguar qué mujeres estaban recién paridas por entonces: y es ahí donde aparece la señora a la que me referí al comienzo, mi anciana confidente en Madrid. Se dirigió personalmente a ella, fue a su casa para ofrecerle una compensación económica si accedía a ejercer de nodriza para con su hijo. “Mire usted, don Fulano –le dijo-, a mí me sale leche pal niño mío y pal suyo, pero dinero no me hace falta: asín que lo único que necesito, cuando venga de su viaje, es el permiso de mi marido p´hacerlo”. Aun así, se dispuso a amamantarlo sin más dilación, se lo acercaba varias veces al día una lozana mujer que como ama o asistenta convivía en casa con este matrimonio de conveniencia que mu pronto iba a ser noticia luctuosa en todos los periódicos del sur de España.

Don Fulano paseaba complacido y pensante por los alrededores del pueblo, su trabajo -su mayor esfuerzo- consistía en observar los beneficios de explotación que reportaba la labranza de las tierras y los réditos del capital de su mujer, un patrimonio del que ya disfrutaba y que aspiraba a poseer algún día, en el tiempo y en la forma que ya lo recogía cierta escritura testamentaria: con un matiz, sería suyo…., si faltaba ella, si ella fallecía. Él solía pasear plácidamente por los arrabales del pueblo, sin prisas, tenía la costumbre de caminar con las manos a la espalda, una cogiendo a la otra; vivía bien, comía buenas viandas (“ ¡menúo cuello tenía: como pa matarle a estoque!”, me espetó jocosamente aquella vieja jabeña) y con toda seguridad -dicen las malas lenguas- tenía asegurada su buena dosis de lujuria. Pero su ira -patológica- iba en aumento; igual que los insultos hacia ella, cada vez más rebuscados, más dañinos: cada vez más violentos, cada vez más frecuentes. Y ella -sumisa, nacida para el sufrimiento- sollozante, cierto día, quizá incitada por algún familiar, se atrevió a balbucear ante él algo parecido a una tibia amenaza que incluía un cambio en el testamento de persistir su actitud violenta hacia su persona: fue el principio de su fin. Él, inteligente para la maldad, cambió su tono verbal y endulzó durante unos días las formas bruscas de sus maneras, generando un engañoso espejismo en torno a ella y simulando una complacencia que no le era propia; tan era así que le ofreció pasar unos días en el campo, donde las noches se suavizaban por el influjo de la sierra del Ortiga: ella accedió con cierto desasosiego, y, luego del acomodo de su hijo con la nodriza, allí se encaminaron acompañados del ama. Iba a ser su último viaje.

…../….continuará mañana,