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LA HABA: (Capítulo 2/3)...

(Capítulo 2/3)

Para qué esperar, debió decirse. Y en la soledad del campo sereno, al amanecer de un caluroso día de aquel aciago verano, amparado en la ausencia de testigos y con la dudosa connivencia del ama, don Fulano arrastró a su mujer como se conduce a los condenados a muerte hacia el patíbulo, o quizá peor: porque la ausencia de sentimientos en aquel hombre en nada era comparable a la piadosa frialdad que a veces irradian los verdugos oficiales. Agotada, como una cierva tiroteada y moribunda, la llevó agónica hasta su trágico destino, la elevó hasta el desdentado brocal y la arrojó inmisericorde al fondo del pozo como si de una muñeca desvencijada se tratase. No creo que existan palabras adecuadas para subrayar la patológica frialdad del autor de este crimen: que hubo de seguir poniendo a prueba su perseverante crueldad al verificar que su víctima -luego de transcurrir un amplio y angustioso espacio de tiempo sumergida en la profunda y verdosa agua del pozo- permanecía viva.

El pozo era de factura realmente antigua y su interior estaba cubierto de una ladrillería que los años se habían encargado de desconchar: y en esas oquedades, en las llagas que en la pared había tejido el tiempo, ella creyó encontrar un asidero, un inútil e ilusorio salvavidas para poner a prueba el nulo saldo de misericordia que arrojaban juntos don Fulano y su ama. Mirando hacia arriba con desesperación, invocó la ayuda de Dios para criar al hijo que tenían en común, imploró una y mil veces un absurdo perdón, rogó piedad, lloró de dolor con desconsuelo y rio de locura. El abismo de agua oscura que la cubría hasta el cuello, la engullía cada vez que sus manos perdían fuerza para adherirse a la pared cilíndrica del pozo: extremo que era cada vez más frecuente. Pero qué será, se pregunta este relator, el ansia de vivir -o el miedo a la muerte en la más silenciosa y desnuda soledad- para que esta mujer tan débil, tan frágil, casi exánime, sacando fuerza de donde no las había, estuviera dispuesta a eternizarse pegada como una ingrávida araña en aquel horrible humedal.

Y seguía viva. Pero la Muerte que es muy constante en su oficio, enfundada en el cuerpo de aquel malnacido, cambió el jocino por unas largas cañas afiladas que don Fulano –con la furia que imprime la ira sin límites- clavaba astilladas una y otra vez en las manos de sarmiento de aquella pobre mujer hasta que lograba zambullirla de nuevo: y como una maldición diabólica contra el asesino, aquellas manos ensangrentadas emergían a la superficie otras tantas veces adhiriéndose con ahínco a la pared del pozo: y el mu cabrón perseveraba con lacerantes golpes desde arriba, haciendo percutir los puñales en que se habían convertido las puntas de las cañas en los deshechos dedos de la pobre mujer, apagando poco a poco los ya debilísimos lamentos que salían de la profundidad. Sus pulmones eran ya un charco de agua cárdena que la asfixiaban, y así fue todo de macabro y constante hasta que después de escucharse algo parecido a un débil “ ¡ay!” postrero, como un leve gemido de rendición, aquellas manos no reaparecieron más, fue entonces cuando don Fulano, exhausto, alcanzó a secarse el único sudor con que regó este mundo: he aquí un hombre que solo sudó para matar.

Torpemente, cuentan que con la presumible ayuda del ama, se las valió para rescatar del agua el cuerpo inerte de la que fuera su mujer, recompuso burdamente el estado del cadáver y, en la segura confianza de que su amigo el médico sería connivente para distorsionar las pruebas de su fechoría, la subió al carro y se dispuso, seguido por un cortejo de moscas carniceras, a presentarse en el centro del pueblo con la triste noticia de que su amada esposa había caído fortuitamente al pozo de la finca.

La huella del trasiego criminal quedó plasmada en el pastizal del campo, donde el forense señalizó una senda de bálago apisonado que delataba la decidida pisada del asesino y la débil resistencia que opuso su víctima.
…. /….continuará mañana,

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