(Capítulo 3/3)
…./….continuación,
En plena siesta, con el bullir de medio pueblo en aquella arrinconada plazuela -cuyo suelo lo componía una inmensa lancha de granito que literalmente ardía-, la mula seguía enganchada al carro ajena a la carga de sufrimiento que portaba; una raída manta de invierno cubría el cuerpo de la muerta, y sobre él revoloteaba aquel insufrible ejército de moscas forasteras de color azul brillante metalizado que, como minúsculos buitres, esperaban dispuestas a darse un festín: eran las llamadas moscas de la carne que vinieron del campo con la desgracia. Y en esto que don Fulano, siempre escoltado por su fiel ama, se dispuso -con un mimo que solo le está dado oficiar a los grandes actores- a bajar el cadáver y adentrarlo por la puerta de carruajes en la casa solariega propiedad que fuera de la asesinada. La puerta se cerró en seguida, pero sin poder contener el sempiterno y pegajoso cortejo de moscas carniceras, quedando afuera el sordo y tenso runrún de desconfianza que desde el principio embargaba al gentío.
Envuelto por la elocuente verdad que gritan los silencios colectivos, observado por la repulsiva mirada de sus paisanos, Don Fulano, unos minutos después, se dirigiría a la casa del médico del pueblo del que se consideraba amigo íntimo; lo hizo en la convicción de que le extendería un certificado de defunción por ahogamiento fortuito o suicida, eso (“qué más da”, debió pensar) sería cosa de hablarlo, y así cerrar el caso con un pomposo entierro y un funeral por todo lo alto. Pero se encontró con la inesperada y rotunda negativa de su amigo a certificar en barbecho una muerte que se presagiaba como una acción espantosa: “Lo siento, Fulano, ese acta debe firmarla un médico forense que ya está en camino acompañando al juez”, le espetó con firmeza. Y don Fulano, cabizbajo, regresó a su casa tan enfurecido como pensante.
La Guardia Civil, quien ya le había reprochado la temeridad de trasladar el cadáver a su riesgo y ventura, puso en manos del juez pruebas irrefutables del crimen: el fulano era burdo en todas sus maneras y fue romo también para matar: “Usted, don Fulano -le dijo el juez como anunciando ya una sentencia inapelable- es un frío asesino, simplemente ver las astillas de esas cañas incrustadas entre la carne y las uñas en las manos de su pobre esposa, me hacen sufrir la escalofriante sensación de estar ante una primitiva y peligrosa bestia, ¡es usted un criminal sin el más mínimo escrúpulo que merece garrote vil!”.
Le pusieron los grilletes allí mismo (algunos dicen que se lo hizo encima, como el personaje de “Pascual Duarte”) y lo llevaron preso: seis años de cárcel se estimaron suficientes para expiar la culpa de tamaña fechoría. Y ya libre, se instaló en un pueblo cercano para hacer bueno el dicho aquel de “la zorra cambia de pelo pero no de costumbres”; se las valió para casarse con una prima de la fallecida también con posibles, y parece que murió de viejo en una limpia y confortable cama de matrimonio: así es la vida a veces. Su vástago, el hijo que amamantó mi confidente, vivió siempre en su pueblo natal, y, como su don Fulano padre, fue un perfecto inútil para la sociedad, vivió dilapidando el capital que heredase de su desgraciada madre, y -como su progenitor- tampoco sudó nunca por trabajar: si acaso lo hizo por vicio, con ese frío sudor que le bajaba de las sienes cuando se jugaba el dinero a las cartas y la cobardía delataba su farol: momento que el contrario aprovechaba para dejarle sin blanca. Casado también por conveniencia, cuando agotó el capital heredado -cincuentón y sin descendencia- murió seboso a cuenta de su pertinaz glotonería.
(Esta leyenda, quién sabe, podría ser tan real como la vida misma, o no; el caso es que a don Fulano, su hijo, el ama, el médico, el pueblo y a mi confidente nodriza, hay gente que se atreve a ponerles nombre y apellidos: aun estando todos muertos, sus deudos merecen respeto y confidencialidad).
¡Y SANSACABÓ!
P. D., amigo Paco, debes disculpar la mala sintaxis, las negligencias gramaticales, la mala adjetivación del relato y la hora intempestiva de remitírtelo: todo ello producto de las ansias de complacerte, las prisas en hacerlo y la dudosa calidad en mi escribir que sin falsa modestia te declaro. Tu amigo, Antonio”.
Y esto fue (ahora un poco acicalado) todo lo que le remití por escrito a mi amigo Paco Guzmán.
Mu buenas noches a to el jabeñerío,
…./….continuación,
En plena siesta, con el bullir de medio pueblo en aquella arrinconada plazuela -cuyo suelo lo componía una inmensa lancha de granito que literalmente ardía-, la mula seguía enganchada al carro ajena a la carga de sufrimiento que portaba; una raída manta de invierno cubría el cuerpo de la muerta, y sobre él revoloteaba aquel insufrible ejército de moscas forasteras de color azul brillante metalizado que, como minúsculos buitres, esperaban dispuestas a darse un festín: eran las llamadas moscas de la carne que vinieron del campo con la desgracia. Y en esto que don Fulano, siempre escoltado por su fiel ama, se dispuso -con un mimo que solo le está dado oficiar a los grandes actores- a bajar el cadáver y adentrarlo por la puerta de carruajes en la casa solariega propiedad que fuera de la asesinada. La puerta se cerró en seguida, pero sin poder contener el sempiterno y pegajoso cortejo de moscas carniceras, quedando afuera el sordo y tenso runrún de desconfianza que desde el principio embargaba al gentío.
Envuelto por la elocuente verdad que gritan los silencios colectivos, observado por la repulsiva mirada de sus paisanos, Don Fulano, unos minutos después, se dirigiría a la casa del médico del pueblo del que se consideraba amigo íntimo; lo hizo en la convicción de que le extendería un certificado de defunción por ahogamiento fortuito o suicida, eso (“qué más da”, debió pensar) sería cosa de hablarlo, y así cerrar el caso con un pomposo entierro y un funeral por todo lo alto. Pero se encontró con la inesperada y rotunda negativa de su amigo a certificar en barbecho una muerte que se presagiaba como una acción espantosa: “Lo siento, Fulano, ese acta debe firmarla un médico forense que ya está en camino acompañando al juez”, le espetó con firmeza. Y don Fulano, cabizbajo, regresó a su casa tan enfurecido como pensante.
La Guardia Civil, quien ya le había reprochado la temeridad de trasladar el cadáver a su riesgo y ventura, puso en manos del juez pruebas irrefutables del crimen: el fulano era burdo en todas sus maneras y fue romo también para matar: “Usted, don Fulano -le dijo el juez como anunciando ya una sentencia inapelable- es un frío asesino, simplemente ver las astillas de esas cañas incrustadas entre la carne y las uñas en las manos de su pobre esposa, me hacen sufrir la escalofriante sensación de estar ante una primitiva y peligrosa bestia, ¡es usted un criminal sin el más mínimo escrúpulo que merece garrote vil!”.
Le pusieron los grilletes allí mismo (algunos dicen que se lo hizo encima, como el personaje de “Pascual Duarte”) y lo llevaron preso: seis años de cárcel se estimaron suficientes para expiar la culpa de tamaña fechoría. Y ya libre, se instaló en un pueblo cercano para hacer bueno el dicho aquel de “la zorra cambia de pelo pero no de costumbres”; se las valió para casarse con una prima de la fallecida también con posibles, y parece que murió de viejo en una limpia y confortable cama de matrimonio: así es la vida a veces. Su vástago, el hijo que amamantó mi confidente, vivió siempre en su pueblo natal, y, como su don Fulano padre, fue un perfecto inútil para la sociedad, vivió dilapidando el capital que heredase de su desgraciada madre, y -como su progenitor- tampoco sudó nunca por trabajar: si acaso lo hizo por vicio, con ese frío sudor que le bajaba de las sienes cuando se jugaba el dinero a las cartas y la cobardía delataba su farol: momento que el contrario aprovechaba para dejarle sin blanca. Casado también por conveniencia, cuando agotó el capital heredado -cincuentón y sin descendencia- murió seboso a cuenta de su pertinaz glotonería.
(Esta leyenda, quién sabe, podría ser tan real como la vida misma, o no; el caso es que a don Fulano, su hijo, el ama, el médico, el pueblo y a mi confidente nodriza, hay gente que se atreve a ponerles nombre y apellidos: aun estando todos muertos, sus deudos merecen respeto y confidencialidad).
¡Y SANSACABÓ!
P. D., amigo Paco, debes disculpar la mala sintaxis, las negligencias gramaticales, la mala adjetivación del relato y la hora intempestiva de remitírtelo: todo ello producto de las ansias de complacerte, las prisas en hacerlo y la dudosa calidad en mi escribir que sin falsa modestia te declaro. Tu amigo, Antonio”.
Y esto fue (ahora un poco acicalado) todo lo que le remití por escrito a mi amigo Paco Guzmán.
Mu buenas noches a to el jabeñerío,