¿No habéis caído en la cuenta de que están desapareciendo los postigos? Hemos de cuidar que no desaparezca incluso la palabra misma. Un postigo es una puerta pequeña abierta en otra mayor: digámoslo aquí en el Foro, no vaya a ser que se mueran las palabras como se mueren las personas, por la enfermedad del olvido.
Un postigo, además, era una rendija de solidaridad. Y una señal de vida en el interior de la casa: hasta, si se me apura, el postigo era una seña de identidad extremeña como lo es la hospitalidad. Con él – entreabierto de día- la casa permanecía siempre ofrecida. Eran los postigos una señal de generosidad para con el vecino: “si necesitas algo, aquí estamos”, parecía leerse en cada puerta.
Era impensable antiguamente, a pesar de ser posible, poner un timbre eléctrico para llamar a una puerta extremeña, se “pegaba una voz” a través del postigo y el vecino contestaba: “pasa, que estoy en las traseras”. La televisión ha influido en la muerte a la que están abocados los postigos, en vez de asomarnos a ver quién pasa, o qué pasa, damos al botón y nos cuentan lo que pasa o lo que quieran contarnos que pasa, relegándonos a simples sujetos escuchantes, si no a simples y adormilados objetos oidores. Otra cosa que ha dado al traste con ellos es esa especie de manía impenitente de los pueblos por igualarse a las ciudades, muchas casas restauradas (pongo por caso la mía para no señalar a nadie) parecen más un piso importado de Móstoles que la idea que uno mismo tiene de lo que debiera ser una casa jabeña, los tiempos parecen querer sepultar lo entrañable para que triunfe la fealdad en aras de la eficiencia y la funcionalidad.
Los postigos eran también una aduana amorosa para las parejas de novios: una ventanilla en la que durante meses, o años, se gestionaba la manera y el momento de “entrar en casa”: y, mientras tanto, la novia dentro de ella y el novio en el umbral. Aunque a veces, si la necesidad era mucha, se violaba la frontera con todas las consecuencias: y aprovechando que la guardia se dormía, o lo aparentaba, el novio “atacaba” librando una voluptuosa batalla contra trancas, aldabas y cerrojos: u otros obstáculos no menos férreos pero sí más sensibles, jejeje.
Eran los postigos también un mirador del tiempo: “La orilla está agarrá”, oía yo decir alguna vez a mi padre nada más levantarse por la mañana y desechar la aldabilla. Cuántas veces ponía los codos en el postigo, cuando llovía a cántaros, y decía: “Otro jornal perdío, ¿cuándo corcio dejará de llover!”, y en seguida hacía las migas.
Estragos de la modernidad, los postigos, los trillos, los pesebres, las trancas y aldabillas, el almirez, los tapiales y sus agujas, las mecedoras, los maceteros, las mesas camilla y la tarima de sus braseros, el brasero mismo, la alambrera, la badila pa firmar, el anafre, la trébede, el cordel, la panera, las pilas……….., todo ello está mu moribundo, y yo lo único que quiero es que –al menos- no mueran las palabras aunque no hagan falta sino para deleitarse con su pronunciación y recordar lo que entrañaban. Porque el día que mueran por olvido estas cosas, igualmente pueden morir la solidaridad y hasta la manera de ser jabeñas.
(Yo recuerdo un soso novio calabazón adosado a un postigo jabeño durante años: no logró atravesar la frontera un solo día, “no entró en casa”; estuvo, ya digo, años de pie cortejando a una inmaculada paisana: al final, tanto fue el respeto mostrado que, jarto de postigo, eschangó con ella: no mextraña, eso no hay cuerpo que lo resista; yo hubiera asaltado el umbral, el postigo, las trancas y las aldabas y me hubiera arremolinao conella, después de seducpersuadirla, claro).
Mu buenas noches a to el jabeñerío,
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Un postigo, además, era una rendija de solidaridad. Y una señal de vida en el interior de la casa: hasta, si se me apura, el postigo era una seña de identidad extremeña como lo es la hospitalidad. Con él – entreabierto de día- la casa permanecía siempre ofrecida. Eran los postigos una señal de generosidad para con el vecino: “si necesitas algo, aquí estamos”, parecía leerse en cada puerta.
Era impensable antiguamente, a pesar de ser posible, poner un timbre eléctrico para llamar a una puerta extremeña, se “pegaba una voz” a través del postigo y el vecino contestaba: “pasa, que estoy en las traseras”. La televisión ha influido en la muerte a la que están abocados los postigos, en vez de asomarnos a ver quién pasa, o qué pasa, damos al botón y nos cuentan lo que pasa o lo que quieran contarnos que pasa, relegándonos a simples sujetos escuchantes, si no a simples y adormilados objetos oidores. Otra cosa que ha dado al traste con ellos es esa especie de manía impenitente de los pueblos por igualarse a las ciudades, muchas casas restauradas (pongo por caso la mía para no señalar a nadie) parecen más un piso importado de Móstoles que la idea que uno mismo tiene de lo que debiera ser una casa jabeña, los tiempos parecen querer sepultar lo entrañable para que triunfe la fealdad en aras de la eficiencia y la funcionalidad.
Los postigos eran también una aduana amorosa para las parejas de novios: una ventanilla en la que durante meses, o años, se gestionaba la manera y el momento de “entrar en casa”: y, mientras tanto, la novia dentro de ella y el novio en el umbral. Aunque a veces, si la necesidad era mucha, se violaba la frontera con todas las consecuencias: y aprovechando que la guardia se dormía, o lo aparentaba, el novio “atacaba” librando una voluptuosa batalla contra trancas, aldabas y cerrojos: u otros obstáculos no menos férreos pero sí más sensibles, jejeje.
Eran los postigos también un mirador del tiempo: “La orilla está agarrá”, oía yo decir alguna vez a mi padre nada más levantarse por la mañana y desechar la aldabilla. Cuántas veces ponía los codos en el postigo, cuando llovía a cántaros, y decía: “Otro jornal perdío, ¿cuándo corcio dejará de llover!”, y en seguida hacía las migas.
Estragos de la modernidad, los postigos, los trillos, los pesebres, las trancas y aldabillas, el almirez, los tapiales y sus agujas, las mecedoras, los maceteros, las mesas camilla y la tarima de sus braseros, el brasero mismo, la alambrera, la badila pa firmar, el anafre, la trébede, el cordel, la panera, las pilas……….., todo ello está mu moribundo, y yo lo único que quiero es que –al menos- no mueran las palabras aunque no hagan falta sino para deleitarse con su pronunciación y recordar lo que entrañaban. Porque el día que mueran por olvido estas cosas, igualmente pueden morir la solidaridad y hasta la manera de ser jabeñas.
(Yo recuerdo un soso novio calabazón adosado a un postigo jabeño durante años: no logró atravesar la frontera un solo día, “no entró en casa”; estuvo, ya digo, años de pie cortejando a una inmaculada paisana: al final, tanto fue el respeto mostrado que, jarto de postigo, eschangó con ella: no mextraña, eso no hay cuerpo que lo resista; yo hubiera asaltado el umbral, el postigo, las trancas y las aldabas y me hubiera arremolinao conella, después de seducpersuadirla, claro).
Mu buenas noches a to el jabeñerío,
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