Lamento no ser creyente para desear un infierno a quien atrozmente ha segado las vidas de las dos jóvenes de Cuenca y ver arder en él toda su repugnante existencia, y maldigo un país que condena a poco más de un año a un tipejo abominable que, tras secuestrar, maltratar y humillar a otra mujer, gozaba de toda la libertad e impunidad del mundo para dar rienda suelta a su instinto de asesino machista y cometer las mayores crueldades, mientras hay castigos mayores para quien roba comida. Si el asesino tiene hoy las manos manchadas de sangre, también hay togas a las que esa sangre salpica. Mi más sentido pésame a los familiares y amistades de estas dos nuevas víctimas del terrorismo machista, de un feminicidio que se ha convertido ya en una insufrible lacra en un país sumido en una violencia volcánica contra los seres más amados que nos brindan la luz de la vida.