Por qué la socialdemocracia pierde fuerza en Europa? ¿Son las ideas, que se han quedado desfasadas? ¿Son sus líderes, que han dejado de conectar con sus bases? ¿Es la globalización o, su copia local, la integración europea, que hace inviable su proyecto de redistribuir rentas y oportunidades? ¿O son la heterogeneidad y fragmentación de las sociedades actuales las que hacen imposible un proyecto como el socialdemócrata, esencialmente homogeneizador?
Estas preguntas nos retrotraen a los problemas históricos de la izquierda con el libre mercado. En sus orígenes, la izquierda despreció a la democracia liberal, pues la consideraba el instrumento mediante el cual la burguesía, que se había librado del absolutismo, explotaba ahora a la clase trabajadora. De ahí que, como ha recordado recientemente Santos Juliá en el contexto español, la izquierda no quisiera repúblicas burguesas, sino revoluciones obreras que instauraran dictaduras del proletariado, es decir, que expropiaran los medios de producción a capitalistas y burgueses.
Pero un día, una parte de la izquierda hizo un sencillo cálculo mental: si la democracia era el gobierno de la mayoría y los trabajadores eran más que los burgueses, entonces las urnas, no la revolución, eran el camino hacia el poder. De ahí que, en la afortunada formulación del politólogo Adam Przeworski, que popularizó el concepto de “piedras de papel”, los trabajadores dejaran de arrojar adoquines a las autoridades y comenzaran a lanzar papeletas a las urnas. Así nació la socialdemocracia, como un gran pacto entre capital y trabajo para redistribuir la renta y las oportunidades en un marco político y económico de carácter liberal. Los socialdemócratas ganaron las elecciones, sí, pero a cambio tuvieron que aceptar la economía de mercado y el sistema de derechos de propiedad inherente a la democracia liberal, un pacto que todavía hoy divide a la izquierda.
La socialdemocracia debería evitar sus dos errores más frecuentes: asfixiar el crecimiento y redistribuir con torpeza
Pese al más de un siglo transcurrido desde su nacimiento como fuerza y proyecto político, el núcleo duro de la identidad socialdemócrata no ha variado mucho, como tampoco lo ha hecho su posición en el espacio político. A su derecha siguen quedando los que creen que es el mercado, y no el Estado, el que más eficientemente redistribuye las oportunidades. Por tanto, no sólo no tienen un problema con la desigualdad, sino que les parece un resultado racional económicamente y aceptable moralmente. De ahí su visión del Estado de bienestar como un anacronismo histórico que desmantelar en aras tanto de la competitividad como del rechazo a vincular las prestaciones sociales a la ciudadanía en lugar de a la productividad. La solución conservadora a la crisis no pretende sólo restringir los derechos sociales y limitar el Estado de bienestar, sino también limitar el componente mayoritario de la democracia, sustrayendo de la competición política áreas cada vez más amplias (la política monetaria o la fiscal, entre las más relevantes) para, a continuación, depositarlas en manos de tecnocracias independientes y así reducir el poder transformador de las piedras de papel.
Mientras, a la izquierda de la socialdemocracia se siguen situando los que piensan que la libertad de mercado es incompatible con el progreso social y ambicionan una igualdad de resultados, no sólo de oportunidades. Aunque no lo expliciten claramente, siguen considerando necesario desmantelar el orden político y económico liberal, que conciben como dos caras de una misma moneda que se refuerzan mutuamente. La crisis actual no sólo ha revigorizado a los conservadores, sino también a las viejas izquierdas, que, aunque se presentan como nuevas gracias al uso de novedosas herramientas de comunicación política, no dejan de ofrecer el mismo programa de siempre: nacionalizaciones de sectores productivos estratégicos, redistribución desligada de la producción y aislamiento económico internacional, es decir, la misma retahíla de recetas que, da igual las veces que se hayan puesto en práctica y dónde, siempre han fracasado.
En medio de esas dos fuerzas sigue situándose la socialdemocracia. Pese a los cambios transcurridos, el proyecto socialdemócrata sigue reuniendo a los que aspiran a la igualdad sin renunciar a la libertad y a los que, vista la experiencia del siglo XX y el desastre económico y moral que ha sido el comunismo, han ido más allá y se han convencido de que la economía de mercado es imprescindible para generar la riqueza y oportunidades que quieren redistribuir.
Con todos estos ingredientes resulta difícil de entender por qué la socialdemocracia experimenta tantas dificultades electorales. Unos dicen que ha sido derrotada por los mercados, que articulándose globalmente han logrado escapar de la jaula regulatoria y redistributiva que los socialdemócratas construyeron en la segunda mitad del siglo pasado. Otros apuntan, por el contrario, a que la socialdemocracia habría muerto de éxito al lograr, mediante una combinación única de liberalismo económico y políticas sociales, convertir a una parte sustancial de aquellos trabajadores desposeídos que constituían su base electoral en las nuevas clases medias propietarias (y, por tanto, conservadoras) que vemos a nuestro alrededor.
El otro gran problema de los socialdemócratas es que ya no son suficientes
Estas razones no son incompatibles entre sí. Y lo que es peor: se retroalimentan. Como han analizado los sociólogos Wolfgang Streeck y Fritz Scharpf, las opciones de la socialdemocracia se encojen debido a una tenaza que se cierra desde varios frentes. Primero, porque el envejecimiento de la población, la universalización de las prestaciones sociales y su extensión a nuevas áreas, como la dependencia, exigen impuestos más altos. A la par, la apertura económica hace que tanto las clases medias-altas como las empresas puedan escapar de una fiscalidad que ven excesiva y poco competitiva. De ahí que para seguir redistribuyendo, los Gobiernos socialdemócratas hayan tenido que optar por un endeudamiento insostenible que al final les ha dejado a merced de unos mercados financieros y unas instituciones internacionales que no controlan. En un marco como el europeo, donde se comparte una moneda común y existen normas muy estrictas sobre fiscalidad y endeudamiento, estas restricciones son aún mayores, y están ahí para quedarse. Muchos socialdemócratas sospechan que se han situado en una tierra de nadie donde sus posibilidades de ganar las elecciones sobre la base de sus viejas promesas y gobernar de acuerdo con sus verdaderas preferencias políticas se aproximan peligrosamente a cero. Y dudan sobre qué hacer: por un lado saben que volver al viejo Estado de bienestar es imposible, pues requeriría economías cerradas, es decir, deshacer la integración europea y la globalización; por otro, saben que construir un Estado de bienestar a escala europea y, paralelamente, domesticar la globalización es una tarea que excede sus capacidades.
El otro gran problema de los socialdemócratas es que ya no son suficientes. Sus “piedras de papel” ya no desbordan las urnas. Esto se debe tanto a que las antiguas clases trabajadoras se han diluido en una variedad de grupos con intereses no siempre coincidentes entre sí (autónomos, parados, trabajadores del sector servicios, funcionarios de bajos salarios, jóvenes precarios e inmigrantes) como a que las clases medias, convertidas en propietarias, aprecian cada vez más la iniciativa privada, incluso para la prestación de servicios como la sanidad o la educación; recelan de la ineficacia de las burocracias estatales, y se rebelan fiscalmente ante lo que consideran excesos redistributivos. Además, como se ha visto a lo largo de esta crisis, las nuevas formas de pobreza raramente desencadenan movilizaciones políticas y sociales, pues afectan a sectores desmovilizados políticamente y con escasa identidad de clase. Y cuando lo hacen, lo hacen a favor de la izquierda tradicional, no de la socialdemocracia.
La socialdemocracia vive, pues, debajo de una manta electoral muy estrecha: si se tapa los pies, le queda el pecho al descubierto, pues las clases medias y los mercados la abandonan; si se tapa el pecho, deja los pies al aire y pierde votos por la izquierda. Hay que admitir que adaptar el credo socialdemócrata a una sociedad del conocimiento abierta a la globalización no es sencillo. ¿Cómo pueden estirar esa manta? Evitando los dos errores que más frecuentemente han cometido durante las últimas décadas: asfixiar el crecimiento y redistribuir con torpeza. Para reinventarse, los socialdemócratas tienen que entender que enfrentan un reto doble y simultáneo: crecer más y mejor y redistribuir más y mejor, es decir, ser más eficientes económicamente y, a la vez, más equitativos socialmente. Pero ahí entran en territorio desconocido y peligroso: por un lado, para poner los mercados al servicio de la redistribución tienen que entender mucho mejor de lo que lo hacen cómo liberar su potencial productivo; a la vez, para redistribuir ese crecimiento de forma eficaz y equitativa tienen que implicarse a fondo con la reforma del Estado, algo que se resisten a admitir. Probablemente la principal lección de esta crisis es que querer redistribuir, la llamada “pasión por la igualdad”, no es suficiente para llenar las urnas de papeletas.
Estas preguntas nos retrotraen a los problemas históricos de la izquierda con el libre mercado. En sus orígenes, la izquierda despreció a la democracia liberal, pues la consideraba el instrumento mediante el cual la burguesía, que se había librado del absolutismo, explotaba ahora a la clase trabajadora. De ahí que, como ha recordado recientemente Santos Juliá en el contexto español, la izquierda no quisiera repúblicas burguesas, sino revoluciones obreras que instauraran dictaduras del proletariado, es decir, que expropiaran los medios de producción a capitalistas y burgueses.
Pero un día, una parte de la izquierda hizo un sencillo cálculo mental: si la democracia era el gobierno de la mayoría y los trabajadores eran más que los burgueses, entonces las urnas, no la revolución, eran el camino hacia el poder. De ahí que, en la afortunada formulación del politólogo Adam Przeworski, que popularizó el concepto de “piedras de papel”, los trabajadores dejaran de arrojar adoquines a las autoridades y comenzaran a lanzar papeletas a las urnas. Así nació la socialdemocracia, como un gran pacto entre capital y trabajo para redistribuir la renta y las oportunidades en un marco político y económico de carácter liberal. Los socialdemócratas ganaron las elecciones, sí, pero a cambio tuvieron que aceptar la economía de mercado y el sistema de derechos de propiedad inherente a la democracia liberal, un pacto que todavía hoy divide a la izquierda.
La socialdemocracia debería evitar sus dos errores más frecuentes: asfixiar el crecimiento y redistribuir con torpeza
Pese al más de un siglo transcurrido desde su nacimiento como fuerza y proyecto político, el núcleo duro de la identidad socialdemócrata no ha variado mucho, como tampoco lo ha hecho su posición en el espacio político. A su derecha siguen quedando los que creen que es el mercado, y no el Estado, el que más eficientemente redistribuye las oportunidades. Por tanto, no sólo no tienen un problema con la desigualdad, sino que les parece un resultado racional económicamente y aceptable moralmente. De ahí su visión del Estado de bienestar como un anacronismo histórico que desmantelar en aras tanto de la competitividad como del rechazo a vincular las prestaciones sociales a la ciudadanía en lugar de a la productividad. La solución conservadora a la crisis no pretende sólo restringir los derechos sociales y limitar el Estado de bienestar, sino también limitar el componente mayoritario de la democracia, sustrayendo de la competición política áreas cada vez más amplias (la política monetaria o la fiscal, entre las más relevantes) para, a continuación, depositarlas en manos de tecnocracias independientes y así reducir el poder transformador de las piedras de papel.
Mientras, a la izquierda de la socialdemocracia se siguen situando los que piensan que la libertad de mercado es incompatible con el progreso social y ambicionan una igualdad de resultados, no sólo de oportunidades. Aunque no lo expliciten claramente, siguen considerando necesario desmantelar el orden político y económico liberal, que conciben como dos caras de una misma moneda que se refuerzan mutuamente. La crisis actual no sólo ha revigorizado a los conservadores, sino también a las viejas izquierdas, que, aunque se presentan como nuevas gracias al uso de novedosas herramientas de comunicación política, no dejan de ofrecer el mismo programa de siempre: nacionalizaciones de sectores productivos estratégicos, redistribución desligada de la producción y aislamiento económico internacional, es decir, la misma retahíla de recetas que, da igual las veces que se hayan puesto en práctica y dónde, siempre han fracasado.
En medio de esas dos fuerzas sigue situándose la socialdemocracia. Pese a los cambios transcurridos, el proyecto socialdemócrata sigue reuniendo a los que aspiran a la igualdad sin renunciar a la libertad y a los que, vista la experiencia del siglo XX y el desastre económico y moral que ha sido el comunismo, han ido más allá y se han convencido de que la economía de mercado es imprescindible para generar la riqueza y oportunidades que quieren redistribuir.
Con todos estos ingredientes resulta difícil de entender por qué la socialdemocracia experimenta tantas dificultades electorales. Unos dicen que ha sido derrotada por los mercados, que articulándose globalmente han logrado escapar de la jaula regulatoria y redistributiva que los socialdemócratas construyeron en la segunda mitad del siglo pasado. Otros apuntan, por el contrario, a que la socialdemocracia habría muerto de éxito al lograr, mediante una combinación única de liberalismo económico y políticas sociales, convertir a una parte sustancial de aquellos trabajadores desposeídos que constituían su base electoral en las nuevas clases medias propietarias (y, por tanto, conservadoras) que vemos a nuestro alrededor.
El otro gran problema de los socialdemócratas es que ya no son suficientes
Estas razones no son incompatibles entre sí. Y lo que es peor: se retroalimentan. Como han analizado los sociólogos Wolfgang Streeck y Fritz Scharpf, las opciones de la socialdemocracia se encojen debido a una tenaza que se cierra desde varios frentes. Primero, porque el envejecimiento de la población, la universalización de las prestaciones sociales y su extensión a nuevas áreas, como la dependencia, exigen impuestos más altos. A la par, la apertura económica hace que tanto las clases medias-altas como las empresas puedan escapar de una fiscalidad que ven excesiva y poco competitiva. De ahí que para seguir redistribuyendo, los Gobiernos socialdemócratas hayan tenido que optar por un endeudamiento insostenible que al final les ha dejado a merced de unos mercados financieros y unas instituciones internacionales que no controlan. En un marco como el europeo, donde se comparte una moneda común y existen normas muy estrictas sobre fiscalidad y endeudamiento, estas restricciones son aún mayores, y están ahí para quedarse. Muchos socialdemócratas sospechan que se han situado en una tierra de nadie donde sus posibilidades de ganar las elecciones sobre la base de sus viejas promesas y gobernar de acuerdo con sus verdaderas preferencias políticas se aproximan peligrosamente a cero. Y dudan sobre qué hacer: por un lado saben que volver al viejo Estado de bienestar es imposible, pues requeriría economías cerradas, es decir, deshacer la integración europea y la globalización; por otro, saben que construir un Estado de bienestar a escala europea y, paralelamente, domesticar la globalización es una tarea que excede sus capacidades.
El otro gran problema de los socialdemócratas es que ya no son suficientes. Sus “piedras de papel” ya no desbordan las urnas. Esto se debe tanto a que las antiguas clases trabajadoras se han diluido en una variedad de grupos con intereses no siempre coincidentes entre sí (autónomos, parados, trabajadores del sector servicios, funcionarios de bajos salarios, jóvenes precarios e inmigrantes) como a que las clases medias, convertidas en propietarias, aprecian cada vez más la iniciativa privada, incluso para la prestación de servicios como la sanidad o la educación; recelan de la ineficacia de las burocracias estatales, y se rebelan fiscalmente ante lo que consideran excesos redistributivos. Además, como se ha visto a lo largo de esta crisis, las nuevas formas de pobreza raramente desencadenan movilizaciones políticas y sociales, pues afectan a sectores desmovilizados políticamente y con escasa identidad de clase. Y cuando lo hacen, lo hacen a favor de la izquierda tradicional, no de la socialdemocracia.
La socialdemocracia vive, pues, debajo de una manta electoral muy estrecha: si se tapa los pies, le queda el pecho al descubierto, pues las clases medias y los mercados la abandonan; si se tapa el pecho, deja los pies al aire y pierde votos por la izquierda. Hay que admitir que adaptar el credo socialdemócrata a una sociedad del conocimiento abierta a la globalización no es sencillo. ¿Cómo pueden estirar esa manta? Evitando los dos errores que más frecuentemente han cometido durante las últimas décadas: asfixiar el crecimiento y redistribuir con torpeza. Para reinventarse, los socialdemócratas tienen que entender que enfrentan un reto doble y simultáneo: crecer más y mejor y redistribuir más y mejor, es decir, ser más eficientes económicamente y, a la vez, más equitativos socialmente. Pero ahí entran en territorio desconocido y peligroso: por un lado, para poner los mercados al servicio de la redistribución tienen que entender mucho mejor de lo que lo hacen cómo liberar su potencial productivo; a la vez, para redistribuir ese crecimiento de forma eficaz y equitativa tienen que implicarse a fondo con la reforma del Estado, algo que se resisten a admitir. Probablemente la principal lección de esta crisis es que querer redistribuir, la llamada “pasión por la igualdad”, no es suficiente para llenar las urnas de papeletas.