Entonces surge Rienzi, un hombre sencillo y desconocido, el liberador del pueblo torturado y dice:
“Pero si oís la llamada de la trompeta
resonando en su prolongado sonido,
despertad entonces, acudid todos aquí:
¡Yo anuncio la libertad a los hijos de Roma!”
En un audaz golpe de mano Rienzi libera Roma pero acabará siendo traicionado por sus propios seguidores quienes acaban asesinándolo.
En la conjura para asesinarle, los nobles dicen:
“ ¿El populacho? ¡Bah!
Rienzi es quien hizo de ellos caballeros,
¡quitadles a Rienzi, y será lo mismo que era antes!”.
La chusma, excitada por los mismos poderosos que abusan de ella y la oprimen, se lanza contra quien pretendía liberarla: Rienzi. Entonces, este se dirige una vez más a la masa diciéndola:
“ ¡Pensad! ¿Quién os hizo grandes y libres?
¿No recordáis ya el júbilo,
con el que me acogisteis entonces,
cuando os di la paz y la libertad?”.
Mas ya nadie le escucha. De sus propias filas salen los traidores y antes de que las llamas hagan presa en él maldice al pueblo por el que vivió y combatió:
“ ¿Cómo? ¿Es esta Roma?
¡Miserables! ¡Indignos de este nombre,
el último romano os maldice!
¡Maldita. destruida sea esta ciudad!
¡Cae y púdrete, Roma!
¡Así lo quiere tu pueblo degenerado!”
Conmovidos tras presenciar la caída de Rienzi los dos amigos abandonan el teatro. Es media noche y la fría y húmeda niebla abraza las estrechas callejuelas del centro. Hitler camina serio y concentrado en sí mismo, las manos profundamente hundidas en los bolsillos del abrigo. Se dirigen hacia las afueras de la ciudad. Generalmente tras asistir a una representación de ópera, Hitler empezaba a hablar y juzgar agudamente la obra, pero en este caso guarda silencio largo tiempo. Sorprendido por esta actitud, su amigo Kubizek le pregunta por su parecer sobre la obra. Entonces Adolf le mira extrañado y casi con hostilidad le dice:
-“ ¡Calla!” –Grita hoscamente.
Los dos amigos se dirigen a las afueras de la ciudad hacia las alturas del monte Freinberg. Hitler camina ensimismado delante de Kubizek, quien empieza a sentir un ambiente que le mueve a inquietud. Hitler lleva el cuello del abrigo levantado y parece más pálido que de costumbre. Siguiendo el camino, atraviesan por diversos prados dejando atrás la niebla gravitando sobre la ciudad como una masa abstracta.
“ ¿Dónde quieres ir?” –quiere preguntar Kubizek, pero la seriedad de su amigo le evita hacer la pregunta. Entonces Kubizek continúa el relato de lo acontecido aquella noche:
“Como impulsado por un poder invisible, Adolf asciende hasta la cumbre del Freinberg. Ahora puedo ver que no estamos en la soledad y la obscuridad: pues sobre nuestras cabezas brillan las estrellas.
Adolf está frente a mí. Toma mis dos manos y las sostiene firmemente. Es éste un gesto que no había conocido hasta entonces en él. En la presión de sus manos puedo darme cuenta de lo profundo de su emoción. Sus ojos resplandecen de entusiasmo. Las palabras no salen con la fluidez acostumbrada de su boca, sino que suenan rudas y roncas. En su voz puedo percibir cuán profundamente le ha afectado esta vivencia.
Lentamente va expresando lo que le oprime. Las palabras fluyen más fácilmente. Nunca hasta entonces, ni tampoco después he oído hablar a Adolf Hitler como en esta hora, en la que estando tan solos bajo las estrellas, parecíamos las únicas criaturas de este mundo.
Me es imposible reproducir exactamente las palabras de mi amigo en esta hora.
En esos momentos me llama la atención algo extraordinario, que no había observado jamás en él: al hablarme lleno de entusiasmo, parece como si fuera otro Yo el que habla por su boca, que le conmueve a él mismo tanto como a mí. Pero no es, como suele decirse, que un orador es arrastrado por sus propias palabras. Al contrario, tengo más bien la sensación de que él mismo vive con asombro y emoción incluso lo que con fuerza elemental surge de su interior. No me atrevo a ofrecer ningún juicio sobre esta observación. Pero es como un estado de éxtasis, un estado de total arrobamiento, en el que lo que vivido en Rienzi, sin citar directamente este ejemplo y modelo, lo sitúa en una genial escena, más adecuada a él, aun cuando en modo alguno como una simple copia de Rienzi. (...) En imágenes geniales, arrebatadoras, desarrolla ante mí su futuro y el de su pueblo.
Hasta entonces había estado yo convencido de que mi amigo quería llegar a ser artista, pintor, para más exactitud, o tal vez también maestro de obras o arquitecto. (...) Ahora, sin embargo, habla de una misión, que recibirá un día del pueblo, para liberarlo de su servidumbre y llevarlo a las alturas de la libertad. (...) El silencio sigue a sus palabras. Descendemos de nuevo hacia la ciudad. De las torres llega hasta nosotros la hora tercera de la mañana. Nos separamos delante de mi casa. Adolfo me estrecha la mano en señal de despedida. Veo, asombrado, que no se dirige en dirección a la ciudad, camino de su casa, sino de nuevo hacia la montaña.
- ¿Adónde quieres ir? –Le pregunto asombrado.
Brevemente replica:
- ¡Quiero estar sólo!.
Le sigo aún largo tiempo con la mirada, envuelto en su obscuro abrigo, descendiendo sólo por las calles nocturnas y desiertas”.
Treinta años más tarde, en 1939, Hitler y Kubizek se encontraron en casa de la señora Wagner en Bayreuth. En la reunión el Führer dirigiéndose a la señora Wagner, afirma Kubizek, relató aquella escena vivida en Linz, tras lo cual dijo gravemente:
- “En aquella hora empezó”.
Aquellos años en los que el joven Adolf descubría la magia del mundo del mito y el misterio en las gloriosas evocaciones musicales de Wagner y otros autores germanos, le marcaron igualmente por la dura realidad cotidiana de este mundo.
En enero de 1903 muere su padre, cuando el joven Adolf apenas tiene 13 años y su madre muere el 21 de diciembre de 1907 a consecuencia de una larga enfermedad. A tan temprana edad, Hitler y su hermana Paula quedaron huérfanos de padre y madre.
Si bien en mayo y junio de 1906 Hitler se había hospedado por primera vez en Viena, será tras la muerte de su madre y después de arreglar todo lo relacionado con la herencia cuando Hitler se traslade definitivamente a Viena. a la Stumpergrasse 29 con su amigo August Kubizek.
Cuando Kubizek ha de cumplir con el servicio militar obligatorio, Hitler cambia de domicilio, pasando a vivir en varias residencias de la capital austríaca. Durante este tiempo trabaja ocasionalmente de peón en la construcción y dibuja, pinta cuadros, carteles de publicidad y propaganda, proyecta edificios y ejecuta relieves en paredes. Reinhold Hanisch se encargaba de venderle los cuadros hasta que Adolf le denunció por estafa.
Al romper con Hanisch, Hitler se dedica a vender sus propios trabajos. Solía trabajar por las mañanas; pinta un cuadro al día y los vende por la noche, entregándoselos él mismo a sus clientes (mecenas judíos, profesores y comerciantes).
Los cuadros le proporcionan el suficiente dinero como para permitirle renunciar a favor de su hermana Paula, en mayo de 1911, a la pensión de orfandad a la que tenía derecho hasta abril de 1913.
El 24 de mayo de 1913, Hitler abandona Viena y marcha a Munich, donde alquila una habitación en casa de un sastre y comerciante llamado Josef Popp. En este domicilio vivirá hasta el comienzo de la guerra.
El 1 de agosto de 1914 empieza la primera guerra mundial y el 16 del mismo mes, Hitler se presenta voluntario en el regimiento de infantería 16.
“Pero si oís la llamada de la trompeta
resonando en su prolongado sonido,
despertad entonces, acudid todos aquí:
¡Yo anuncio la libertad a los hijos de Roma!”
En un audaz golpe de mano Rienzi libera Roma pero acabará siendo traicionado por sus propios seguidores quienes acaban asesinándolo.
En la conjura para asesinarle, los nobles dicen:
“ ¿El populacho? ¡Bah!
Rienzi es quien hizo de ellos caballeros,
¡quitadles a Rienzi, y será lo mismo que era antes!”.
La chusma, excitada por los mismos poderosos que abusan de ella y la oprimen, se lanza contra quien pretendía liberarla: Rienzi. Entonces, este se dirige una vez más a la masa diciéndola:
“ ¡Pensad! ¿Quién os hizo grandes y libres?
¿No recordáis ya el júbilo,
con el que me acogisteis entonces,
cuando os di la paz y la libertad?”.
Mas ya nadie le escucha. De sus propias filas salen los traidores y antes de que las llamas hagan presa en él maldice al pueblo por el que vivió y combatió:
“ ¿Cómo? ¿Es esta Roma?
¡Miserables! ¡Indignos de este nombre,
el último romano os maldice!
¡Maldita. destruida sea esta ciudad!
¡Cae y púdrete, Roma!
¡Así lo quiere tu pueblo degenerado!”
Conmovidos tras presenciar la caída de Rienzi los dos amigos abandonan el teatro. Es media noche y la fría y húmeda niebla abraza las estrechas callejuelas del centro. Hitler camina serio y concentrado en sí mismo, las manos profundamente hundidas en los bolsillos del abrigo. Se dirigen hacia las afueras de la ciudad. Generalmente tras asistir a una representación de ópera, Hitler empezaba a hablar y juzgar agudamente la obra, pero en este caso guarda silencio largo tiempo. Sorprendido por esta actitud, su amigo Kubizek le pregunta por su parecer sobre la obra. Entonces Adolf le mira extrañado y casi con hostilidad le dice:
-“ ¡Calla!” –Grita hoscamente.
Los dos amigos se dirigen a las afueras de la ciudad hacia las alturas del monte Freinberg. Hitler camina ensimismado delante de Kubizek, quien empieza a sentir un ambiente que le mueve a inquietud. Hitler lleva el cuello del abrigo levantado y parece más pálido que de costumbre. Siguiendo el camino, atraviesan por diversos prados dejando atrás la niebla gravitando sobre la ciudad como una masa abstracta.
“ ¿Dónde quieres ir?” –quiere preguntar Kubizek, pero la seriedad de su amigo le evita hacer la pregunta. Entonces Kubizek continúa el relato de lo acontecido aquella noche:
“Como impulsado por un poder invisible, Adolf asciende hasta la cumbre del Freinberg. Ahora puedo ver que no estamos en la soledad y la obscuridad: pues sobre nuestras cabezas brillan las estrellas.
Adolf está frente a mí. Toma mis dos manos y las sostiene firmemente. Es éste un gesto que no había conocido hasta entonces en él. En la presión de sus manos puedo darme cuenta de lo profundo de su emoción. Sus ojos resplandecen de entusiasmo. Las palabras no salen con la fluidez acostumbrada de su boca, sino que suenan rudas y roncas. En su voz puedo percibir cuán profundamente le ha afectado esta vivencia.
Lentamente va expresando lo que le oprime. Las palabras fluyen más fácilmente. Nunca hasta entonces, ni tampoco después he oído hablar a Adolf Hitler como en esta hora, en la que estando tan solos bajo las estrellas, parecíamos las únicas criaturas de este mundo.
Me es imposible reproducir exactamente las palabras de mi amigo en esta hora.
En esos momentos me llama la atención algo extraordinario, que no había observado jamás en él: al hablarme lleno de entusiasmo, parece como si fuera otro Yo el que habla por su boca, que le conmueve a él mismo tanto como a mí. Pero no es, como suele decirse, que un orador es arrastrado por sus propias palabras. Al contrario, tengo más bien la sensación de que él mismo vive con asombro y emoción incluso lo que con fuerza elemental surge de su interior. No me atrevo a ofrecer ningún juicio sobre esta observación. Pero es como un estado de éxtasis, un estado de total arrobamiento, en el que lo que vivido en Rienzi, sin citar directamente este ejemplo y modelo, lo sitúa en una genial escena, más adecuada a él, aun cuando en modo alguno como una simple copia de Rienzi. (...) En imágenes geniales, arrebatadoras, desarrolla ante mí su futuro y el de su pueblo.
Hasta entonces había estado yo convencido de que mi amigo quería llegar a ser artista, pintor, para más exactitud, o tal vez también maestro de obras o arquitecto. (...) Ahora, sin embargo, habla de una misión, que recibirá un día del pueblo, para liberarlo de su servidumbre y llevarlo a las alturas de la libertad. (...) El silencio sigue a sus palabras. Descendemos de nuevo hacia la ciudad. De las torres llega hasta nosotros la hora tercera de la mañana. Nos separamos delante de mi casa. Adolfo me estrecha la mano en señal de despedida. Veo, asombrado, que no se dirige en dirección a la ciudad, camino de su casa, sino de nuevo hacia la montaña.
- ¿Adónde quieres ir? –Le pregunto asombrado.
Brevemente replica:
- ¡Quiero estar sólo!.
Le sigo aún largo tiempo con la mirada, envuelto en su obscuro abrigo, descendiendo sólo por las calles nocturnas y desiertas”.
Treinta años más tarde, en 1939, Hitler y Kubizek se encontraron en casa de la señora Wagner en Bayreuth. En la reunión el Führer dirigiéndose a la señora Wagner, afirma Kubizek, relató aquella escena vivida en Linz, tras lo cual dijo gravemente:
- “En aquella hora empezó”.
Aquellos años en los que el joven Adolf descubría la magia del mundo del mito y el misterio en las gloriosas evocaciones musicales de Wagner y otros autores germanos, le marcaron igualmente por la dura realidad cotidiana de este mundo.
En enero de 1903 muere su padre, cuando el joven Adolf apenas tiene 13 años y su madre muere el 21 de diciembre de 1907 a consecuencia de una larga enfermedad. A tan temprana edad, Hitler y su hermana Paula quedaron huérfanos de padre y madre.
Si bien en mayo y junio de 1906 Hitler se había hospedado por primera vez en Viena, será tras la muerte de su madre y después de arreglar todo lo relacionado con la herencia cuando Hitler se traslade definitivamente a Viena. a la Stumpergrasse 29 con su amigo August Kubizek.
Cuando Kubizek ha de cumplir con el servicio militar obligatorio, Hitler cambia de domicilio, pasando a vivir en varias residencias de la capital austríaca. Durante este tiempo trabaja ocasionalmente de peón en la construcción y dibuja, pinta cuadros, carteles de publicidad y propaganda, proyecta edificios y ejecuta relieves en paredes. Reinhold Hanisch se encargaba de venderle los cuadros hasta que Adolf le denunció por estafa.
Al romper con Hanisch, Hitler se dedica a vender sus propios trabajos. Solía trabajar por las mañanas; pinta un cuadro al día y los vende por la noche, entregándoselos él mismo a sus clientes (mecenas judíos, profesores y comerciantes).
Los cuadros le proporcionan el suficiente dinero como para permitirle renunciar a favor de su hermana Paula, en mayo de 1911, a la pensión de orfandad a la que tenía derecho hasta abril de 1913.
El 24 de mayo de 1913, Hitler abandona Viena y marcha a Munich, donde alquila una habitación en casa de un sastre y comerciante llamado Josef Popp. En este domicilio vivirá hasta el comienzo de la guerra.
El 1 de agosto de 1914 empieza la primera guerra mundial y el 16 del mismo mes, Hitler se presenta voluntario en el regimiento de infantería 16.