OTRO PATO DE GOMA
Siempre fui un tibio defensor de la Transición política. Pero no se trataba de ser excesivamente quisquilloso cuando el país intentaba salir del tenebroso túnel de una dictadura que había durado cerca de 40 años. Entonces, yo era un adolescente que vivía en una gran urbe tomando la pulsión de un tiempo nuevo que abría un abanico de esperanzas. Mi distanciamiento vino después, cuando gozando ya de instituciones “plenamente democráticas” pude comprobar que ni siquiera en un estado de derecho un hombre es lo más parecido a otro hombre. Pasó el tiempo y seguía manteniendo cierta simpatía por las personas e instituciones que hicieron posible el cambio de la manera más pacífica posible; eran feos y pensaban, no como estos pijos recién duchados de Ciudadanos, que para acceder a la vagina abierta del poder sólo se les exige ser jóvenes y guapos. Lo que dice mucho de los asquerosos tiempos que nos ha tocado vivir.
La agitación social era importante, la vida está muy sobrevalorada, y yo en aquella época tenía muy poco que perder. A mí alrededor caían como moscas amigos y conocidos víctimas de la heroína y el sida. Aún recuerdo tristemente sus ojos de zombi despidiéndose tempranamente de la aventura. La situación me mantenía en alerta. Por el camino, tomé distancia de la lucha política y la irresponsabilidad de unos intelectuales que viciaron de manera torticera a la opinión pública, degradando unos valores que son irrenunciables porque en ellos se basan la igualdad y la convivencia cívica. Habían encontrado su lugar en el sol y se convirtieron en los peores burgueses. Fui perdiendo la identidad, la sensación de pertenencia a un país que con el turbulento paso de los años había ido laminando las expectativas de regeneración de la vida pública para dar forma y, sobre todo, fondo, a una clase política que arrumbada ya en sus diferentes vicios tribales despreciaba el factor humano y su desarrollo en favor de intereses partidistas y particulares. Unos trepas que tenían como meta dos objetivos: la conquista del poder y la riqueza personal.
Resulta realmente demoledor que gran parte de la población de nuestro país considere a los políticos unos “jetas” que están en la política para enriquecerse. Pero esto es así y no variará con la trillada falacia de que muchos de ellos ganarían más trabajando en sus respectivas profesiones, si es que las tienen. Bastaría con leer el libro de Daniel Montero “La Casta” para darse cuenta de que esa es otra gran mentira, porque hay muy pocas profesiones en las que se gane más que en la política profesional que, como las castas superiores del hinduismo, gozan de los mejores privilegios. Eso sin contar el goloso reclamo que brindan sus activas puertas giratorias; es el caso de los ex presidentes y el estatus del que disfrutan. Hoy, está claro que el artefacto de la Transición no sirvió para corregir los males endémicos de nuestro país. La Constitución que salió de aquel pacto fue cediendo autonomías a todo el territorio nacional con el fin de adelgazar los michelines de la administración central y de paso calmar los ánimos soberanistas de las mal llamadas nacionalidades históricas. No había que ser muy avispado para pronosticar que el resultado de aquel elaborado cisma no arrojaría el efecto deseado: se multiplicó la burocracia, afloraron las duplicidades, aumentó manera desorbitada el gasto público y, como era de esperar, los nacionalismos se mostraron insaciables con el objetivo único de esconder su nepotismo y corrupción. La reforma de la Constitución no variará el estado de las cosas, un texto que en 36 años sólo ha sido modificado en dos de sus artículos: derecho de los extranjeros a concurrir en los comicios municipales; y control del déficit.
La propuestas de reforma de la Constitución que proponen los partidos de la oposición: igualdad en derechos básicos o derechos fundamentales de la persona, prohibición de las amnistías fiscales, igualdad entre mujeres y hombres, eliminación de los aforamientos, reforma del senado, descentralización y despolitización de la justicia, control de cuentas, derecho a la autodeterminación de los pueblos, modelo de estado federal, etc., serán barridas por las primeras lluvias y engullidas por las cloacas del olvido, donde fueron a parar las lágrimas de todos aquellos que un día demandaban “democracia para todos” y se encontraron con la cruda realidad de “y riqueza para unos pocos”. No hay nada que ame más un político que sus privilegios sobre los demás mortales. De ahí que, esa hermosa y desdichada criatura llamada Constitución, parida entre canapés, el humo de los cigarrillos y el adusto mármol del Congreso, pronto acabara en el contenedor más cercano quedándonos sólo con la placenta: millones de españoles siguen sin tener trabajo y una vivienda digna, se sienten discriminados por la justicia y carecen de mecanismos legales pacíficos para derrocar a los gobiernos que, a través del incumplimiento sistemático de sus programas, les han estafado. Sería oportuno preguntar a todos los parados de qué les sirve estar bajo la rimbombante cobertura de esa norma suprema y cómo alivia eso el sufrimiento de los más necesitados.
Ser político es un chollo, un círculo elitista tan hermético y opaco como el Club Bilderberg, que da cobertura a unas 80.000 personas aunque no existe una sola institución u organismo que conozca el número exacto de políticos que cobran del Estado: jugosas pensiones vitalicias, aforamientos, mínimas retenciones, viajes y vacaciones a cargo de los presupuestos, sillón y sueldazo en el inútil Consejo de Estado, absentismo, comisiones, dietas, protocolos y complementos, gastos de representación, coches oficiales, aparatos electrónicos gratis total, despilfarro, incumplimiento del Código del Buen Gobierno, comunidades y ayuntamientos endeudados, enchufes, endogamia… ¡Joder! Si hasta las multas que impone la DGT a los políticos las pagamos de nuestros bolsillos. Y además, con recargo. Me llegan noticias de que en todas las cafeterías, plazas y parques solo se habla de la reforma de la Carta Magna, que en Caritas, en los albergues de acogida y en las colas de los centros de (des) empleo están brindando con cava porque por fin se va a abrir el melón de la reforma constitucional que va a paliar la miseria que preside nuestras vidas. España seguirá siendo el gran latifundio que es con o sin reforma de la Constitución, un instrumento estéril que cuenta con normas para preservar un cierto orden social pero no tiene en cuenta a las personas, otro pato de goma en la bañera de nuestro descontento, un debate inane que únicamente inflama la lascivia de cuatro mustios politólogos. La Constitución es un muro de papel con el que siempre se ha tratado de esconder las entrañas podridas de un sistema donde prevalecen los privilegios de los políticos sobre el bienestar y la dignidad del pueblo. Nuestras vidas no han estado regidas nunca por la Constitución sino por el infortunio de ser españoles y nacer pensando.
Siempre fui un tibio defensor de la Transición política. Pero no se trataba de ser excesivamente quisquilloso cuando el país intentaba salir del tenebroso túnel de una dictadura que había durado cerca de 40 años. Entonces, yo era un adolescente que vivía en una gran urbe tomando la pulsión de un tiempo nuevo que abría un abanico de esperanzas. Mi distanciamiento vino después, cuando gozando ya de instituciones “plenamente democráticas” pude comprobar que ni siquiera en un estado de derecho un hombre es lo más parecido a otro hombre. Pasó el tiempo y seguía manteniendo cierta simpatía por las personas e instituciones que hicieron posible el cambio de la manera más pacífica posible; eran feos y pensaban, no como estos pijos recién duchados de Ciudadanos, que para acceder a la vagina abierta del poder sólo se les exige ser jóvenes y guapos. Lo que dice mucho de los asquerosos tiempos que nos ha tocado vivir.
La agitación social era importante, la vida está muy sobrevalorada, y yo en aquella época tenía muy poco que perder. A mí alrededor caían como moscas amigos y conocidos víctimas de la heroína y el sida. Aún recuerdo tristemente sus ojos de zombi despidiéndose tempranamente de la aventura. La situación me mantenía en alerta. Por el camino, tomé distancia de la lucha política y la irresponsabilidad de unos intelectuales que viciaron de manera torticera a la opinión pública, degradando unos valores que son irrenunciables porque en ellos se basan la igualdad y la convivencia cívica. Habían encontrado su lugar en el sol y se convirtieron en los peores burgueses. Fui perdiendo la identidad, la sensación de pertenencia a un país que con el turbulento paso de los años había ido laminando las expectativas de regeneración de la vida pública para dar forma y, sobre todo, fondo, a una clase política que arrumbada ya en sus diferentes vicios tribales despreciaba el factor humano y su desarrollo en favor de intereses partidistas y particulares. Unos trepas que tenían como meta dos objetivos: la conquista del poder y la riqueza personal.
Resulta realmente demoledor que gran parte de la población de nuestro país considere a los políticos unos “jetas” que están en la política para enriquecerse. Pero esto es así y no variará con la trillada falacia de que muchos de ellos ganarían más trabajando en sus respectivas profesiones, si es que las tienen. Bastaría con leer el libro de Daniel Montero “La Casta” para darse cuenta de que esa es otra gran mentira, porque hay muy pocas profesiones en las que se gane más que en la política profesional que, como las castas superiores del hinduismo, gozan de los mejores privilegios. Eso sin contar el goloso reclamo que brindan sus activas puertas giratorias; es el caso de los ex presidentes y el estatus del que disfrutan. Hoy, está claro que el artefacto de la Transición no sirvió para corregir los males endémicos de nuestro país. La Constitución que salió de aquel pacto fue cediendo autonomías a todo el territorio nacional con el fin de adelgazar los michelines de la administración central y de paso calmar los ánimos soberanistas de las mal llamadas nacionalidades históricas. No había que ser muy avispado para pronosticar que el resultado de aquel elaborado cisma no arrojaría el efecto deseado: se multiplicó la burocracia, afloraron las duplicidades, aumentó manera desorbitada el gasto público y, como era de esperar, los nacionalismos se mostraron insaciables con el objetivo único de esconder su nepotismo y corrupción. La reforma de la Constitución no variará el estado de las cosas, un texto que en 36 años sólo ha sido modificado en dos de sus artículos: derecho de los extranjeros a concurrir en los comicios municipales; y control del déficit.
La propuestas de reforma de la Constitución que proponen los partidos de la oposición: igualdad en derechos básicos o derechos fundamentales de la persona, prohibición de las amnistías fiscales, igualdad entre mujeres y hombres, eliminación de los aforamientos, reforma del senado, descentralización y despolitización de la justicia, control de cuentas, derecho a la autodeterminación de los pueblos, modelo de estado federal, etc., serán barridas por las primeras lluvias y engullidas por las cloacas del olvido, donde fueron a parar las lágrimas de todos aquellos que un día demandaban “democracia para todos” y se encontraron con la cruda realidad de “y riqueza para unos pocos”. No hay nada que ame más un político que sus privilegios sobre los demás mortales. De ahí que, esa hermosa y desdichada criatura llamada Constitución, parida entre canapés, el humo de los cigarrillos y el adusto mármol del Congreso, pronto acabara en el contenedor más cercano quedándonos sólo con la placenta: millones de españoles siguen sin tener trabajo y una vivienda digna, se sienten discriminados por la justicia y carecen de mecanismos legales pacíficos para derrocar a los gobiernos que, a través del incumplimiento sistemático de sus programas, les han estafado. Sería oportuno preguntar a todos los parados de qué les sirve estar bajo la rimbombante cobertura de esa norma suprema y cómo alivia eso el sufrimiento de los más necesitados.
Ser político es un chollo, un círculo elitista tan hermético y opaco como el Club Bilderberg, que da cobertura a unas 80.000 personas aunque no existe una sola institución u organismo que conozca el número exacto de políticos que cobran del Estado: jugosas pensiones vitalicias, aforamientos, mínimas retenciones, viajes y vacaciones a cargo de los presupuestos, sillón y sueldazo en el inútil Consejo de Estado, absentismo, comisiones, dietas, protocolos y complementos, gastos de representación, coches oficiales, aparatos electrónicos gratis total, despilfarro, incumplimiento del Código del Buen Gobierno, comunidades y ayuntamientos endeudados, enchufes, endogamia… ¡Joder! Si hasta las multas que impone la DGT a los políticos las pagamos de nuestros bolsillos. Y además, con recargo. Me llegan noticias de que en todas las cafeterías, plazas y parques solo se habla de la reforma de la Carta Magna, que en Caritas, en los albergues de acogida y en las colas de los centros de (des) empleo están brindando con cava porque por fin se va a abrir el melón de la reforma constitucional que va a paliar la miseria que preside nuestras vidas. España seguirá siendo el gran latifundio que es con o sin reforma de la Constitución, un instrumento estéril que cuenta con normas para preservar un cierto orden social pero no tiene en cuenta a las personas, otro pato de goma en la bañera de nuestro descontento, un debate inane que únicamente inflama la lascivia de cuatro mustios politólogos. La Constitución es un muro de papel con el que siempre se ha tratado de esconder las entrañas podridas de un sistema donde prevalecen los privilegios de los políticos sobre el bienestar y la dignidad del pueblo. Nuestras vidas no han estado regidas nunca por la Constitución sino por el infortunio de ser españoles y nacer pensando.